Equivocarse

En las películas de acción siempre llega el momento en el que hay que cortar el cable de una bomba que está a punto de estallar, y el héroe de turno se encuentra con la disyuntiva de cortar el rojo o el azul… generalmente, en el último segundo, se decide por el azul (no se equivoca) y la bomba no explota. Y salva su vida y la de varios ciudadanos honrados. Qué bonito. Qué bien.

Documentales de la 2. En la pantalla aparece un antílope del Serengeti que siente, en su piel ensangrentada, el ardor del zarpazo de un león. Estaba bebiendo agua del lago y escapó de milagro de sus garras. Bien. Con toda seguridad en este momento no está recriminándose con pensamientos tales como: «Ya me decía mamá antílope que tuviera cuidado al beber en el lago». Otro: «Qué tonto soy; toda la manada bebiendo y me toca a mí, ¿será que soy muy negativo?». El último: «¡Qué ridículo! Lo vio toda la manada, ¿qué pensarán de mí?» Apuesto que no maldice su mala suerte, ni a Dios por crearlo a él tan vulnerable y al león tan fiero. Seguramente tampoco le agradece que lo creara así de ágil. Lo más probable es que una vez se sienta a salvo se ponga a pastar, con un ojo puesto en la hierba y el otro al frente por si aparece un león. Envidiable, por supuesto.

Y, sin embargo, creo que la conciencia del error -que esa es la cosa- es un acicate para el ingenio y un estímulo para la inteligencia. Pues, ¿para qué se inventó el agua envasada sino para evitar que nos coman los leones? Y no es broma. Claro que hay quien dice que el progreso es una sucesión de necesarias cosas innecesarias. De acuerdo; acepto que el ser humano posee también el don de la estupidez. Pero que no se olvide que entre las cosas innecesarias se incluye la música de Beethoven y el fútbol de Guardiola…

A propósito del miedo a equivocarse, lugar al que quería llegar y en el que quiero incidir especialmente. El imaginario popular nos informa: «Errar es humano» y «Es de sabios reconocer los errores». Mas también circula lo de «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra». Este último dicho tiene un tono más acusativo y casa con lo que, a mí entender, ocurre en la vida diaria, en la que solemos convertir el error en algo nefasto. La posibilidad de equivocarse arrastra consigo una desvalorización exagerada. Es decir, si me equivoco no es, simplemente, que me-he-e-qui-vo-ca-do-y-ya sino que SOY UN DESASTRE. Literalmente. De ahí a la paralización hay un paso, ya que cada acto se convierte en una prueba de aptitud; un certificado de pertenencia al C.P.V.U.A., es decir, Club de las Personas Valiosas Útiles y Aceptables. ¡Qué trabajo la vida! El abismo planea en toda bifurcación, en cada sendero.

Finalmente, me interesa destacar una triste paradoja: la cantidad de tiempo y energía que se puede dedicar a no hacer nada, a la paralización. Lo de triste va por el sufrimiento que acarrea. Veamos. En el Taoísmo se habla maravillas de la no-acción de Sabio: nada hace y nada queda sin hacer. Pero nosotros, menos sabios y más prosaicos, podríamos decir: nada hacemos (que ya es una forma de hacer) y todo queda igual. Ciertamente, al no hacer no nos equivocamos, pasan los días y, como cantaba Julito, La vida sigue igual. Puede ser (es) cómodo. Sin embargo, cuánta ansiedad nos procura. Se amontonan situaciones pendientes. Bordeamos la insatisfacción o nos inunda. La frustración es moneda de cambio y, en la puesta de sol, suena la melodía de Todo lo que pudo haber sido y no fue. El estómago en un puño. Pero… no nos hemos equivocado. ¿Qué más queremos?

Por cierto, creo que no digo nada nuevo, ni desvelo algún secreto si afirmo que equivocarse, más que humano, es inevitable.

Josep Devesa (2001)

Libertad

Érase una vez una niña pequeña, tendría unos cinco o siete años. Vivía sola en el bosque, salvaje, vigilante y a oscuras. Un poco como los lobos en su guarida. Su vida consistía en eso que los humanos llaman sobrevivencia. Vagaba por los senderos, aullaba a la luna, comía los restos de animales muertos que otras fieras de distinta especie habían dejado tirados.

Un día empezó a preguntarse quién era. No había encontrado a nadie como ella ni que se le pareciera un poco, excepto ese reflejo en el lago de su misma cara y su sonrisa, que se desvanecía apenas movía un poco las aguas. Se sentía un poco hermana de los árboles e incluso de las piedras, pero ella ¿quién era?. La pregunta, tan nueva, trajo consigo nuevas preguntas, como una semilla que diera sus frutos

¿cómo he llegado hasta aquí?

¿por qué no encuentro a nadie como yo, igual que veo tantos lobos, hormigas, aves?

En fin, que poco a poco se acostumbró a hacerse preguntas y con ellas empezó a sonarle una voz diferente, como más ronca o más honda. Extrañada, se quedó escuchándola. Y así sintió, por primera vez, una canción. Era como el murmullo encadenado del viento, el gotear de alguna fuente… y su respiración. Vigilaba menos, escuchaba más y ahora comenzaba a cantar

ta…ta…ta…sa…sa…sa…¿dónde estoy? soy sooy ¿quién?

¿hay alguien ahí o será mi soledad eterna?

Su guarida empezó a hacérsele pequeña, quizá por efecto de las preguntas. Ella era más larga, había crecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? Ni idea. Y esta pregunta…¿era suya o del que cuenta la historia? Pero sí, parecía que despuntaba en ella una nueva dimensión -el Tiempo- y que esta pregunta venía de su nueva voz.

Su mirada se hacía más amplia, mucho más, y como en un vuelo de pájaro abarcó la anchura espaciosa -¿sin fin?- de las copas de los árboles y el gran cielo azul. Se quedó extasiada, como un ser humano que viera por primera vez el mar y despertara de un sueño quizá real. Y entonces pensó si acaso se trataba de un sueño dentro de otro sueño, cómo, si no, había alcanzado aquella visión. A partir de aquel día empezó a mirar hacia arriba, más allá de la luna, y vio en algún claro del bosque azules que nunca había visto, una negrura más honda e infinidad de estrellas.

El bosque, tan grande como era, se le hacía pequeño. Sentía una nostalgia que nunca había sentido, sin saber de qué, sin tener noción de qué había perdido. Pero su corazón aleteaba y soñaba con salir y volar. Ya no le bastaba con hacer igual que un animal, ni con los árboles ni las piedras.

Un día resolvió echarse a caminar, con sólo una idea clara: quería salir del bosque. Había crecido, una nueva fuerza la acompañaba. Y la dirección, el timón fijo para no perderse en rodeos, se la marcaba la presencia casi constante de la Estrella del Sol Poniente. Había partido sin saber más que lo que dejaba y persiguiendo, quizá, otro sueño. Por primera vez, dudaba.

Caminó durante treinta días y treinta noches, descansando entre la maleza, con la única constante de la Estrella y el pesar anhelante de su corazón. Y un atardecer, en sueños, tuvo otra visión. Soñó con un claro en el bosque, un gran lago de limpias aguas y un ciervo al pie de un árbol de tronco enorme. Cuando despertó, sintió que tenía que caminar sobre sus pasos, en dirección contraria a la Estrella del Sol Poniente y luego girar a la derecha. Volvió a sonar su voz, esta vez como una fiera, con la rabia del que no está dispuesto a abandonar.

En su caminar no tenía más guía que esa fiereza recién nacida y más palpable que cuando vivía entre las fieras. En más de una ocasión se sintió morir: le parecía insoportable no saber si el sueño que perseguía era cierto. Y un día, cansada de su búsqueda, se quedó acurrucada junto a una roca, dispuesta a renunciar, dormida. Su soledad también le pesaba. Al despertar, vio el ciervo de gran cabeza, que la miraba, justo encima de su cara.

Quiso tocarlo y el ciervo salió huyendo. Ella echó a correr tras él, pero pronto lo perdió de vista. No por eso dejó de correr ni de husmear su rastro. Cuando se dio cuenta, el bosque había clareado y frenó en seco su carrera al toparse de lleno con el mar azul. En el mar, como una mota de polvo en el espacio, había una barca y en la barca, un hombre que pescaba. Justo bajo sus pies, comenzaba una bajada escarpada que la llevaría directamente a la playa.

Inés Martínez (2001)

En torno al saber interno

Como decíamos en la introducción, AULA plasma el sentido que nos identifica de ser un lugar al que se acude en busca de un saber. En este caso se trata de un saber interno. La inscripción «Conócete a ti mismo y conocerás a Dios», en la puerta de entrada al templo de Tebas, apunta a una fuente interna de máximo conocimiento. El modo de acceso al mismo y el objeto de conocimiento que se pretende conseguir son definidos de manera diferente por cada sistema de pensamiento o enfoque que comparten el interés por dicha fuente de conocimiento.

Nuestro modo de acceso a este lugar interno de saber -que más que buscarse se encuentra- pasa por saborear, identificarse y apropiarse de lo que uno siente, hace y piensa. Es relevante la importancia que le damos a la concienciación de las propias emociones y a la experiencia de la expresión de las mismas. Dicha expresión es liberadora e integradora cuando se hace atendiendo tanto los pensamientos, recuerdos, imágenes… que van apareciendo, como cuando el paciente puede ir registrando, dando espacio y siguiendo aquellas sensaciones corporales que irán abriendo nuevos espacios internos no alumbrados por la conciencia. Se trata pues de una apertura a uno mismo que incluye el aprendizaje de dejarse llevar y dejarse sorprender por la propia existencia.

Hablamos de proceso de curación, de proceso de terapia, refiriéndonos al recorrido que cada uno, como paciente, hace al iniciar y proseguir el viaje de saber de sí. Es un proceso que alude a la aventura de desmentirse, de desenmascararse y de reconocerse. Desmentirse es desentrañar la falsedad de la propia cosmovisión, de la manera que uno tiene de entender el mundo y, por lo tanto, también de entenderse a sí mismo.

La sintomatología y la angustia son mantenidas por comportamientos automáticos, en gran parte inconscientes, que se apoyan en lo que Claudio Naranjo llama «Ideas Locas». Afirmaciones «tragadas» de nuestros progenitores e ídolos -no ajustadas a nuestras necesidades y a nuestra realidad- y conclusiones que en su momento nos fueron útiles para capear una situación determinada -que nunca es igual a la situación actual- agrandan, entre otros factores, nuestra distorsión perceptual. Estas rigideces mentales y comportamentales impiden que podamos percibir desde diversos puntos de vista y también impiden que podamos interactuar con los demás y con el entorno de forma suficientemente creativa.

La apertura a ese lugar de saber interno, desde donde posicionarse mejor en relación a la propia vida, pasa -como dije- por la vía de identificarse con la propia experiencia. Quien acude a nosotros viene tanto con el deseo de saber y de cambiar como con la resistencia a modificar su punto de vista y con la reticencia a entregarse a su propia vida. Buena parte del proceso terapéutico es dedicado a experienciar la autoría y la mecánica de tales evitaciones pudiendo así acercarse, poco a poco, a aquello rehuido. Evitamos hasta la negación aquello que no cuadra con nuestra autoimagen y aquello que tememos que nos pueda destruir como -entre otros- el dolor (que convertimos en sufrimiento), la vulnerabilidad (que no el victimismo) y el vacío.

Es precisamente el destaponamiento del acceso al vacío, el que nos permite ir acercándonos al «punto 0» del que hablaba Frielander. El «punto 0» es aquel lugar interno desde donde podemos concebir cualquiera de los desarrollos opuestos de una vivencia o de un acontecimiento dado, incluyendo, también, lo que recibimos como «palos» de la vida. Allí, en ese «punto 0», es donde puede operarse el cambio del punto de vista subjetivo. El acceso al vacío es necesario para dejarnos ser mas allá de como supuestamente tendríamos que ser; y para dejar ser, al otro, mas allá de lo que esperamos de él y de lo que pretendemos que sea. Es un espacio necesario para enriquecernos con el estar y con las interacciones que realizamos en nuestra cotidianidad.

Cristina Nadal (2001)

¿Opuestos?

Uno de ellos -rubio- se levantó perezoso. Cansino, con gestos lentos, se sumergió en el ritual diario de la ducha. Bajo el chorro de agua se sintió, ¡qué bien!, más ligero. Tomó un café, con poquita leche. Imposible decir dónde estaba él cuando arremetía con prisa desordenada por los armarios, bolsillos y maletín, acumulando todo lo necesario para pasar el día sin sobresaltos. Mientras, pensaba en la oficina y, ¡joder!, la terapia a las siete. Puerta, doble vuelta a la llave, ascensor. La brisa de la calle le reconfortó. No estaba especialmente sensible, sin embargo quedó impactado al ver a un pobre que estaba en la entrada del metro; sucio, desaliñado, con una tristeza y un vacío inmensos en el rostro y la mirada. Algo se le movió en las tripas y en el corazón. En ese mismo instante y como un acto reflejo, aparecieron en su mente fantasías y planes para el fin de semana -era viernes- que se prometía estupendo. Se diría que los poros de la piel sonreían en la luz tenue de los pasillos del metro.

Llegó el atardecer y con él su sesión de terapia, que empezó con «Creo que le tengo fobia al dolor». Relató cómo durante la tarde, la terca realidad y una extraña magia le habían devuelto, a momentos, la respiración del viejo maloliente del metro, una y otra vez, a pesar de sus esfuerzos por apartarlo de sí. Evocó algunos de sus encuentros con el dolor -para él un monstruo de mil cabezas- y se percató de cómo lo neutralizaba: podía nombrarlo como «esas cosas inherentes a la existencia humana que…. bueno… hay que sortear dignamente», también se encontró con el optimismo de «mañana todo será distinto», aunque le valía la broma en el momento justo… Todo ello lo conmovía ahora que por una rendija había aparecido el tan paciente intruso (¿o era un invitado?) que, además, venía precedido por una corte de acompañantes: la rabia tragada, la tristeza insomne y una sensación de vulnerabilidad que ahora, paradójicamente, lo conectaba con la fuerza. Atisbó dentro de sí espacios, otrora sellados, que en este momento lo completaban y reconciliaban. Intuyó que eso que me duele era, también, un necesario compañero de viaje.

El otro -moreno- se levantó con la boca pastosa y mal aliento. «Hoy mi sabor es a mierda», bromeó consigo mismo, con la sonrisa un poco torcida. Música, ducha y afeitado. Se acordó de que hoy tenía terapia y a continuación se recreó pensando en el maravilloso encuentro que le esperaba después de la comida: reconocidos autores que hablarían sobre la creación artística. Salió a la calle; la gente, el ruido se le aparecían como un colchón ambivalente, que fluctuaba entre el pikolín normabloc y el de un fakir. Llegó a la entrada del metro: el pobre que antes viera el rubio seguía allí, con sus ojos clavados en él. Se le encogió la barriga. Desazón. Su mirada quedó contagiada irremediablemente por el latigazo y la sombra interrogante del mendigo. Las luces de neón del metro lo aplastaban con la vivencia y recuerdo de la propia miseria.

Al llegar la noche y ante su terapeuta -el mismo que el del rubio… azares- se liaba y no sabía bien cómo, y se perdía y se encontraba… Al fin afloró: la anhelada reunión de la sobremesa se había convertido en un revolcón por el mal rollo; desde su encuentro con el indigente se había instalado en su particular cueva de queja, sufrimiento y culpa. Se dolía con enfado de su enganche con lo jodido. Una frase que no sabía de dónde le nacía le estalló en la boca: «¡Cuánto placer sufriente!» Notó el suelo moverse y las fronteras diluirse, «¿sufrimiento placentero?», devolvió el eco. El ovillo parecía aclararse un poco; se daba cuenta de que el placer teñido con dolor le ofrecía una intensidad y dramatismo que él fantaseaba vivificante. Lo real en ese momento era que se sentía vacío. El corazón suplicaba descanso, calladamente rodaron unas lágrimas, por un instante pudo mirarle a los ojos al silencio. Y le hizo bien.

Curioso, se decía más tarde el terapeuta pensando en ellos: dos actitudes que parecen tan alejadas entre sí, pero que son dos caras de la misma moneda: el apego a lo placentero o a lo sufriente como una forma reactiva de -en este caso- no contacto con el dolor, con el propio sí mismo y, por extensión, con la contradictoria condición humana, hecha de luz y sombra. Se decía que el encuentro, sin trucos, con ambas polaridades -el placer sin compulsión, el dolor sin apego al sufrimiento- seguramente convocaría a la compasión, la que en nuestra historia, quizá hubiera permitido ver al pobre.

Josep Devesa (2000)

El suelo que pisé por primera vez

Estoy de vuelta en el Taller y vuelvo en el momento en que dos de mis colegas y amigos se van. Primero pensé: ¨¡joder!¨ -pensamiento de gran hondura y alcance, como puede verse. Ya lo he aceptado -o eso creo- y tengo a veces la impresión de que la nueva andadura, que pasa por una nueva configuración del centro, puede ser interesante.

Vuelvo después de haber tenido mi primer hijo y de dedicarme casi un año a cuidarlo. Constato a la vuelta que he madurado y esto se refleja en varios aspectos: mejor calidad en el contacto -más empatía y espontaneidad por mi parte- y una disminución considerable de la culpa y vergüenza con las que me atenazaba y me impedía verme. En resumen, mayor aceptación de mí. Encontrarme con esto ha sido una grata sorpresa. En realidad, son cambios que responden a un largo proceso y que se manifestaron más claramente durante el embarazo: estaba feliz, radiante, mi tan temido deseo por fin se veía cumplido. Resultó que yo era fértil. Y el hijo que llegó es una maravilla, un ángel venido del cielo… y transformado

en pajarillo, primero

después, monito juguetón

cervatillo brincador

fauna colorida, diversa

que dibuja también la fierecilla tigresa que lleva dentro.

Este niño vino a tocar la vieja herida. ¡Tanta fragilidad en tan pequeño cuerpo! No podía soportar causarle el menor daño, ni siquiera la más mínima incomodidad. Desde que nació, intenté protegerle del mundo. ¿A él? Sospechaba que no. Me resultó más difícil protegerle de mí: de mi angustia, de mi ira ante sus continuas demandas, de mi impaciencia.

Sigo buscando la herida abierta en el pasado, libre ya -o casi libre- de creencias ajenas y de tanta desconfianza en mi sentir. Voy encontrando una niña no amada, utilizada por sus padres para servir a su locura, que no importaba porque sólo importaban ellos. Es curioso cómo yo jugué este sentimiento de falta de amor sin enterarme de qué estaba haciendo, exagerando la carencia cuanto pude -y, por lo tanto, falseándome- justo para no sentirla (un poco como esos calvos que se rapan la cabeza para mejor disimular su calvicie). No podía tampoco sentir el dolor de esa carencia, pues en el fondo de mí permanecía intocable el supuesto de que unos padres -sobre todo la madre- siempre quieren a sus hijos.

La cosa ya no va tanto de resentimientos ni de culpas, aunque a veces piense: ¨¿culpa de los padres? Pues claro¨. La cosa va de creer en mí y ya no las mentiras que me tragué. El deseo es de pasar página, una vez bien leída; de curar la herida, en lugar de hurgar en ella u olvidarla; de recuperar la inocencia, ésa que algunos dicen -también me lo tragué- que no existe porque la dan por perdida. Y es que mi niño vino también a regalarme, en su pequeñez, la inocencia original.

Inés Martínez (2000)

Ante el vacío…

Yo evito el vacío poniéndome en situación de estrés, otros se deprimen, otros… Así nos abocamos al vacío estéril del que hablaba Perls, un vacío desvitalizante y donde parece que no hay «nada». Yo llego al bloqueo autopresionándome, el deprimido llega al sin sentido. ¿Cómo lo haces tú?

Escuchemos a Claudio Naranjo: «La nada, el vacío, la falta de significación, la trivialidad, son todas experiencias en que no hemos abandonado totalmente las expectativas o los estándares, mediante los cuales medimos la realidad. No surgen de un puro darse cuenta sino de comparaciones.»

Deseo seguir transitando por la experiencia de trabajar en equipo. En él vivo casi de todo: amistad, rivalidad, apoyo, alimento profesional… y, ahora, un vacío. Ramón es un hueco grande en el equipo. Grande es su entrega y su capacidad. Albert es un hueco en un lugar de maestro. Su brillantez de comprensión nos ha imprimido a todos a través de su capacidad de elaboración y transmisión.

Vivo tristeza e inseguridad frente a la separación. Ambas del orden de lo frágil, vulnerable, blando, débil… ¡peligro! En lugar de simplemente dejarme sentir, me disparo, me tenso, desconfío y genero ansiedad. Me presiono y me obligo al servicio de una competitividad con la que aún no sé disfrutar. Mientras sigo esta espiral estoy lejos del vacío y del no saber, reales y necesarios para la emergencia de lo nuevo y genuino.

Después de llorar la pérdida, cuando la siento, es cuando puedo recuperar la sensación de amplitud y contentura que me aporta dicha decisión de separación. Pretender no sentir el susto es volver a tensarme. Me voy acordando de que tengo la posibilidad, no siempre a mano, de mirarme con mayor ternura. ¡Bendita apertura! La segunda lectura del Manual de iluminación para holgazanes, de Thadeus Golas, me ha hecho mella, tenía el campo abonado.

Claudio, parafraseando a Perls, aporta: «La terapia gestáltica es la transformación del vacío estéril al vacío fértil». Aquí añado lo que Perls dice en palabras de Heissenberg: «¡Los hechos observados cambian por el simple hecho de ser observados!» Dar espacio y atender lo que uno experimenta, así como reconocerse autor de la propia acción, es la vía por la que el vacío estéril -al que nos abocamos huyendo de nosotros mismos- puede llegar a su polaridad: el vacío fértil. El vacío fértil es el germen de la percepción no programada y de la respuesta creativa. Accedemos a él relajando y dejando caer las respuestas automáticas, desentrañando los pensamientos locos y encarando la angustia que sentimos frente a la nada.

…apertura consciente a la experiencia.
Cristina Nadal (2000)

Mente…

De un tiempo a esta parte, en algunos círculos terapéuticos la mente se ha asociado a una cosa tramposa. De tal modo que si alguien te dice «eres muy mental», se percibe casi como un insulto. Por el contrario «eres muy emocional» suena a piropo. Y sin lugar a dudas se lleva la palma: «eres muy corporal», aqui ya tocan campanas e incluso se celebra con unas copas. ¿Cómo se ha ganado la mala fama? Se acusa a la mente de ser mentirosa, de propiciar el auto-engaño y el lio. De blindarse y ejercitarse en mecanismos defensivos.

Cierto es que por una desafortunada confusión creemos que somos nuestra mente. Usualmente se entiende así en occidente: el «yo» es nuestro centro mental. Como si fuera un ser pequeñito situado en la cabeza, frente un gran ordenador -el cerebro- del que recibe mensajes y al que envia respuestas sin cesar. Y este personaje está asociado a introyectos, es decir, conceptos del mundo y creencias de como tienen que ser las cosas, no siendo éstos ni conscientemente elegidos ni masticados: no asimilados en definitiva. Parece razonable que con esta percepción de la mente, junto a la preponderancia que en nuestra cultura se le ha dado, se tenga una mala impresión de ella y pueda sonar a liberación estar gobernado por la emoción o el cuerpo. Y diría que también subyace una relación con la rebeldía; dado que la mente se asocia con lo masculino -padre, poder, Ley, Dios…- desacreditándola, implícitamente jugamos más cosas de las que parecen.

Mas no olvidemos que cada uno de los centros es también susceptible de manifestaciones enfermas. En el centro corporal la cosa tiene que ver con las corazas musculares; que algo protegen, pero a costa de aislar y desconectar de las necesidades. En el emocional, podríamos hablar de una expresión y contacto con la emoción transformado en un acting; una suerte de escapada ciega a ninguna parte, a través de un pretendido disfraz de autenticidad. Deteniéndome de nuevo en el centro mental, añadiria que la cuestion toma un color gris cuya tonalidad puede ir del mate al metalizado, ya que a veces el autoengaño puede llegar a ser brillante… Tiene que ver con esos eternos circunloquios, prólogos, justificaciones, fantasías y demás chácharas que nos alejan de lo genuino y que tantos prejuicios han despertado en estos tiempos akuarianos.

Pero como es fácil deducir, si se parte de una confusión el resultado es necesariamente borroso. Obviamente el problema no está en la mente sino en su mal uso y en la ilusoria identificación antes mencionada. Visto desde el borde de la salud, si el centro corporal aporta anclaje, enraizamiento; y el emocional profundidad, intensidad, humedad; el mental aporta límites y elaboración. Si todos estos aspectos son fundamentales y vitales en la propia existencia, cómo no lo serán en un proceso terapéutico. Entiendo que justamente en el equilibrio de los tres centros se asienta la posibilidad de estar en el mundo de una forma más real. Ahí, en ese equilibrio, las virtudes de la mente adquieren su justa y necesaria dimensión, y naturalmente deja de ser ese escudo&lanza que a veces fantaseamos como artrósico e inflexible. En fin, creo que observando la cuestión desde este ángulo, se puede apreciar que igual la hemos denostado en demasía.

Josep Devesa (1999)

Gestalt y Trabajo Grupal

Acerca de la intervención individual e interaccional en grupo

Artículo publicado en «Conciencia sin fronteras»

La Gestalt-terapia. Es un método psicoterapeútico iniciado en 1943 por FritzPerls, proveniente del psicoanálisis, junto con su esposa Laura Perls, conocedora de la Psicología de la Gestalt -corriente alemana de principios de siglo-. Cuando alrededor del 60 Fritz se traslada a California va a dar mayor valor a la profundización del enfoque terapéutico como filosofía de vida y va a poner mayor énfasis en despertar la capacidad de vivir la experiencia directa (cuyo fin del recorrido llevaría al «satori») como vía de sanación. La escuela de Clívelant, donde permanece Laura, sigue más interesada en la elaboración de referentes teóricos. De ahí van a salir desarrollos de la psicoterápia de grupo donde se contempla al grupo en su totalidad estudiando las etapas por las que atraviesa e investigando propuestas experienciales dirigidas a todos los participantes. En la práctica, generalmente se alternan tanto este tipo de propuestas junto con las dirigidas a uno o varios participantes determinados. De esta última modalidad de trabajo hablaré en este escrito después de dar alguna pincelada sobre Fritz y sobre la Gestalt.

Fritz Perls, por su propio carácter, más bien psicopático y orientado a la acción que sumiso y con predominio de la actividad del raciocinio, por su relación con el mundo del teatro, y por su proceso terapéutico como paciente con el precursor de la Bioenergética (Wilheim Reich), fué orientándose hacia un sistema terapéutico centrado en el presente, guiado por el nivel emocional y dando valor terapéutico a la acción. Usaba su propia reacción emocional para ponerse en relación con el paciente con el objetivo de facilitar el paso de la posición manipulativa del entorno al autoapoyo en la interacción. Para ello propone un enfoque en el que el terapeuta, orientado por su propio sentir y asentado en su saber y su experiencia, frustra la demanda enmascarada y confronta la mentira del paciente a la vez que da espacio y apoya la expresión genuina del mismo.

Guiado por su exquisito olfato de la falsedad y por su rechazo a la misma, por su gran capacidad de reconocer lo obvio en la expresión del otro y por su presencia veraz y transparente frente al otro, propiciaba el encuentro del participante consigo mismo y con la realidad momento a momento.

Perls tenía la fe puesta en lo que él llamó el proceso de «autorregulación organísmica». Los seres humanos, a diferencia de los animales, disponemos de poca regulación instintiva. Sin embargo, al igual que en ellos, muestras necesidades también se organizan en relación a la más prioritaria y nuestro organismo dispone de resortes sensoriales para poder detectar cuál es esa necesidad en cada momento.

La neurosis interfiere en el flujo natural o genuino del ser humano de establecer contacto con el entorno y de retirarse, ambos movimientos necesarios para sobrevivir y desarrollarse. La neurosis implica distorsión en la percepción de uno y del entorno y también implica la ejecución automática de actitudes evitativas -con sus correspondientes pensamientos, emociones y reacciones- que mantienen la ceguera. Cambiamos el riesgo de ser quienes somos, la confrontación con nuestros límites y el encuentro con nuestro vacío y con nuestro dolor, por la sintomatología y el goce del sufrimiento neurótico.

Sesiones gestálticas en grupo. Así llamamos a la forma clásica que usaba Perls en sus grupos y demostraciones. En su época californiana abandona la terapia individual afirmando que en el grupo al participante se le hace más difícil defender y justificar sus propias resistencias, es decir las reacciones evitativas de darse cuenta de sí y del entorno. Tiene más peso una confrontación con una falsedad vista por varios pares de ojos, que la que sólo se apoya en los del terapeuta. En sus demostraciones pedía al participante (situado en la llamada silla caliente) que se centrara en qué tenía en primer plano en su conciencia en cada momento y lo pusiera de manifiesto. Interactuaba con él a modo de sesión individual frente a los demás participantes. Intervenía -por ejemplo- en relación a una expresión no verbal del participante, orientando su darse cuenta a la exploración vivencial de la misma, lo cual podía llevar a la expresión de una emoción de la que el sujeto no era consciente hasta el momento, o a percatarse de un modo particular de autointerferirse.

En esta modalidad, el resto del grupo actúa a modo de caja de resonancia. Como en el coro griego, cuando el protagonista toca fondo, desnuda su alma o pone de manifiesto su bloqueo, facilita la movilización emocional del resto del grupo. Cuando el trabajo de uno es profundo y el clima emocional grupal lo permite, a algún otro participante se le abre una vieja herida o accede a un nivel experiencial poco habitual. En general los trabajos se encadenan y tanto cada tema trabajado como el conjunto de los aspectos emergidos, hablan del grupo en su totalidad. Cuando el terapeuta, tal como destaca Paco Peñarrubia, señala este reflejo grupal facilita mayor compromiso de trabajo en los participantes.

Lo que el protagonista experimenta encara a los otros participantes con asuntos que les son propios como una reacción visceral o defensiva, les reaviva un asunto conflictivo, les aporta un darse cuenta de algo no reconocido hasta el momento o les suscita ganas de decir o hacerle algo al protagonista. Compartir, a modo de feed-back, de resonancias internas, qué le ha sucedido a uno cuando el otro trabajaba, implica ya un cierto nivel de darse cuenta. Ponerse en relación con el protagonista implica una experiencia terapéutica si uno puede hacerlo con la suficiente apertura para enterarse de lo que el propio encuentro le suscita a él internamente. Al protagonista los feed-backs le resultan sanadores, especialmente aquellos que expresan lo que el protagonista evita y teme escuchar o recibir, y aquellos que por ser resonancias empáticas profundas o ser expresiones de amor genuino le facilitan la suficiente apertura para saborear la experiencia.

Durante su existencia, el grupo atraviesa diferentes etapas, que van sucediéndose entre sí, descritas de formas distintas por diferentes autores. Conocerlas va a permitir al terapeuta facilitar la evolución del grupo interviniendo en relación a las resistencias y bloqueos inherentes al mismo.

El grupo es un excelente escenario para explorar los conflictos y dificultades relacionales y para explorar actitudes nuevas. Así que en esta modalidad de «psicoterapia en grupo», el resto de participantes (además de facilitar la profundización del trabajo por su presencia y a través de los feed-backs) pueden ser usados por el terapeuta, como un otro cualquiera o un otro concreto, para la exploración experiencial de una situación cotidiana, de las actitudes y de las expresiones o emociones determinadas del protagonista frente a otro.

Trabajamos sobre la experiencia de cada cual en esta situación de grupo. Aquí, en el grupo, al participante le sucede lo mismo que se encuentra en la calle, y si el trabajo resulta, uno puede ir un poco más lejos de lo que se permite en su vida cuotidiana. La diferencia es que aquí la tarea es poner conciencia en lo que a uno le sucede y responsabilizarse de su propia acción, reconocer el modo en que uno se coloca frente al otro y explorar aquellos vínculos o aspectos de uno descartados por miedo o prejuicios. Es mucho más fácil colgar el propio mochuelo en la percha del otro, por ejemplo,»éste las tiene conmigo», -cuando además suele ser esto verdad- que reconocer qué hago yo para ponerme como diana, en este caso, del rechazo del otro.

Es frecuente que en la exploración de los vínculos que uno establece con el grupo y con determinados miembros del mismo el paciente descubra cómo trata al otro o a los otros como si fueran su papá, su mamá, sus hermanos u otros familiares o personas significativas.

Nuestro sistema vincular, el modo en que establecemos las relaciones con los demás, lo estructuramos en la infancia en el seno de nuestro núcleo familiar. Consolidamos formas de relación en función de nuestra estrecha interpretación de la realidad. En esta época engullimos mensajes («el mundo es de los fuertes», «nuestra familia es una piña», «tu padre es un desgraciado», «para ser….tienes que….» y tantos otros) que si bien algunos, pueden ser operativos y referirse a lo real de determinadas ocasiones, distorsionan la percepción de nosotros mismos y del mundo en la medida que actúan como filtro. También de niños desarrollamos respuestas evitativas frente a la angustia que nos provocan las situaciones que no podemos asimilar, estas situaciones quedarán pendientes de resolución. La automatización de tales respuestas evitativas hace que estos asuntos pendientes queden en el fondo de la conciencia. Tanto las ideas deformadas de uno y de la realidad como las respuestas automáticas ante la misma y las estrategias manipuladoras aprendidas de niños -que dificultarán la resolución de muchas otras situaciones- mantienen la posición de no ser dueño del propio deseo y de la própia experiencia.

El proceso de profundización y elaboración del este antiguo vínculo facilitará el reposicionamiento frente aquel personaje interno y también la diferenciación entre aquél y éste o éstos con quienes comparte el trabajo terapéutico grupal. Este proceso pondrá al paciente frente a situaciones que permanecen inconclusas en relación al personaje que proyectó en su compañero o compañera y permitirá la posibilidad de encararlas y de dar pasos hacia la integración de aspectos negados como pueden ser la competitividad, la propia fuerza, la intolerancia o la debilidad y la ternura, para nombrar algunos de ellos.

El participante de grupo se pone frente a la tarea de flexibilizar su estructura psíquica interna. La profundización en sí mismo requerirá el aprendizaje de la apertura suficiente para incluir a los demás como compañeros de viaje. También el aprendizaje de sustentar los propios límites e intereses para no solo perderse en lo que en determinado momento puede vivirse como el «magma» fusional grupal, que por otro lado también será enriquecedor poder experimentar.

Cristina Nadal (1999)

El síntoma, una acción

Cuando alguien acude a nosotros anda en busca de algo que no tiene o que le sobra en su vida. Anda en busca de la posibilidad de experimentar emociones, estados anímicos o situaciones que no consigue, como tranquilidad, vitalidad, autoestima, mayor capacidad de decisión… pareja, reconocimiento… sentido a su vida. Y también viene para quitarse de encima fobias, «muermo», ansiedad y angustia, insatisfacción, culpa…

Todo método psicoterapéutico tiene como objetivo la consecución de un cambio que lleve a una mejor calidad de vida. Desde la perspectiva de la Terapia Gestalt decimos que la apertura de uno a enterarse de sí y de su mundo, y la tarea de responsabilizarse de sus actos, lleva a la sanación. Ello requiere que uno pueda tomar asiento en su propio seno.

Las actitudes evitativas que sostienen el síntoma son automáticas, reactivas a un mundo más fantasmagórico que real y se disparan sin nuestro expreso consentimiento. Una obsesión tiene la característica de idea repetitiva e inevitable. Un acto compulsivo es aquél que el individuo no puede dejar de realizar, a menos que esté dispuesto a, y pueda, soportar el alto grado de angustia que se le despierta en caso de que deje de hacerlo (comprobar si ha cerrado la puerta, el gas… colocar objetos de una determinada manera para poder estar medianamente tranquilo…). Las ideas y sentimientos neuróticos de derrota no atienden a las realidades alentadoras tantas veces remarcadas por los amigos del afligido, es más, suelen complicar dichas relaciones.

El síntoma es una acción que uno hace. ¿Quién si no?. Sin embargo son pautas de comportamiento experimentadas como ajenas. Quien ejecuta la acción sintomática (vaginismo, ataques de ira incontrolables…) dirá que no la quiere. Verdad y mentira. Claro que le hace sentir mal; sin embargo cumple su función intrapsíquica y relacional. Por lo tanto, la anterior es una afirmación hecha sólo desde una parte de uno ignorante del deseo motor del síntoma. También piensa, y a veces dice, habiendo depositado en ello mucha esperanza: «Yo cuando no tenga esto que me hace sufrir… (o) cuando consiga esto que vengo a buscar… seré un hombre nuevo o una mujer nueva». Lo nuevo y bueno será no tener o haber conseguido aquello o lo otro. Lo difícil es asimilar que uno sigue siendo un simple ser humano por más que tenga o haga. Igual de difícil, y a veces más, será aceptar que el otro tampoco es completo, ni es Dios, aunque nos empeñemos en ello o nos ocupemos de machacarle por no serlo.

Me interesa del psicoanálisis su concepción del nacimiento del yo a través de la identificación con una imagen especular mediatizada por la mirada y el deseo de la madre. Ese narcisismo constitutivo de la psique que, en su prevalencia, impide la maduración, tanto en su vertiente «Soy super guai» como en la versión «Soy siempre un desastre».

El acercamiento a ser quien uno es pasa por la posibilidad de ir encarando la angustia y por ampliar la capacidad de transitar el vacío, que sólo será fértil después de dar paso al vacío de ser.

Cristina Nadal (1999)

Elogio de la neurosis

Al empezar un proceso terapéutico, se suele tener la expectativa de eliminar los aspectos del carácter de uno que acostumbran a ser fuente de frustración, dolor, incomunicación y también otros sentimientos y situaciones (por cierto, nada envidiables). A estos aspectos los podemos llamar neurosis. Apuntado esto, el título puede parecer una broma de mal gusto…

Pero veamos el fondo del asunto. En primer lugar, una cuestión importante es que la neurosis es inevitable: a lo largo del proceso de terapia, nos percatamos de que lo que presuponemos como curación no equivale a terminar con la neurosis. Más bien la cosa toma otro cariz: se va descubriendo que, en realidad, a lo sumo podemos aprender a nadar -y no siempre guardando la ropa- por entre el oleaje de las pasiones, emociones y obsesiones conflictuantes. Un ejemplo clásico de esto lo tenemos en el miedo. Es una ilusión creer que un día podremos dejar de tenerlo, pero sí es posible aprender a pasar a través de él sin que nos paralice.

En segundo lugar, y para acercarme al meollo del escrito, me serviré de un par de citas. La primera de Goethe: “Has despreciado al diablo y no se puede olvidar que un sujeto tan odiado debe ser algo”; enlazando con ésta, un proverbio de Blake: “Si el necio persistiera en su necedad se tornaría sabio”… Parece ser que nuestra parte más negada y rechazada tiene, en sí misma, algo que nos puede poner en marcha y que incluso puede ser un faro en nuestro camino. A todo esto, sospecho que el refrán “El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra” no es del todo cierto; o al menos para mí, pues acostumbro a tropezar más veces que dos en la misma piedra. Y tengo que estar muy ciego para no aprender nada de cada nuevo tropezón. Para evitar la ceguera y así poder transformar la neurosis en acto creativo, se requiere la aceptación de la propia enfermedad. Esto de por sí ya enriquece, somos más completos y reales. Quizás más compasivos; a veces también más miserables. El código de entrada es la consciencia y la responsabilidad, la guía que nos permite un viaje provechoso.

Así pues -tomando estos dos puntos globalmente- dado que nos toca convivir con la neurosis, y que contiene, en lo más íntimo, algo de necesario, vital y genuino; ¿qué menos que rendirle un pequeño homenaje?

 

Josep Devesa (1998)