¿Qué es un grupo de Trabajo Personal?

piezas-rompecabezas-300x225El Grupo de Trabajo Personal (también conocido con la denominación más tradicional de Terapia de Grupo o la más moderna de Grupo de Crecimiento), es una potente herramienta terapéutica que permite potenciar de manera muy palpable cualquier proceso terapéutico o de crecimiento personal.

Hay un hecho que por obvio a menudo pasamos por alto. Y es que si existe el “nosotros” es porque existen “los demás”. Es decir: yo soy “yo” por que existes “tú”. Esta premisa tan básica ya constituye de por sí una parte esencial de la terapia en sí misma, incluyendo la modalidad individual, ya que la sanación se logra, más que por la aplicación de técnicas específicas (o no sólo por ello), por la posibilidad de exploración de una relación de autenticidad entre terapeuta y paciente, algo muy difícil de lograr en el mundo cotidiano.

El contexto de un trabajo terapéutico en grupo proporciona el marco idóneo para explorar, precisamente, las distintas maneras de relacionarnos entre nosotros, permitiendo sacar a la luz todos aquellos aspectos que puedan estar bloqueando o falseando nuestra manera de estar en el mundo (que no es otra cosa que nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás). Así, el grupo se convierte en un potente catalizador capaz de impulsar de manera notable la gran mayoría de los procesos terapéuticos o de crecimiento personal, se esté simultáneamente en terapia individual o no.

Desde este punto de vista, un trabajo de terapia de grupo puede verse básicamente como un laboratorio donde, en un entorno securizado (tanto por el compromiso explícito de confidencialidad de lo que allí se revele, como por el ambiente de respeto hacia las diferencias personales y la facilitación de todo ello por parte de un profesional), los individuos podemos darnos el permiso de intentar la a veces ardua tarea de ser tal cuales somos, más allá de las expectativas que creamos que los demás hayan depositado en nosotros. Así, nos permitimos revisitar los hábitos aprendidos en nuestra manera de relacionarnos con el otro o con el grupo, interrogarnos sobre ellos, confrontarlos y eventualmente explorar nuevas formas de hacer. Ni que decir tiene que el resultado de todo ello es una valiosa fuente de información y de experiencia que inevitablemente revierte en un gran enriquecimiento personal, tanto en el nivel individual de relación con uno mismo como en el modo de relacionarnos con los demás.

Ahora bien, ¿por qué grupo de trabajo personal en lugar del tradicional terapia de grupo o el más moderno grupo de crecimiento?

Parece una cuestión baladí, sobre todo si el trabajo que se hace es aparentemente similar, pero para mí tiene que ver con una actitud de fondo, y la actitud es una de las bases más importantes de cualquier terapia.

Pero vayamos por partes. Hay una realidad acerca de la terapia magistralmente expresada en una frase del matrimonio Polster (Una pareja de terapeutas de la primera generación de gestaltistas) que se ha hecho tan popular que seguro que todos la hemos leído en alguna ocasión:

«La terapia es demasiado beneficiosa para limitarla a los enfermos»

Beneficio particularmente evidente en la terapia de grupo. Es por ello que a menudo ya no se habla de terapia, sino de crecimiento personal. Parecería que el término “terapia” se encuentra demasiado cercano desde un punto de vista semántico al de un “trastorno” que tratar, por lo que las palabras crecimiento personal parecen más adecuadas a esta filosofía de enriquecimiento de la persona, independientemente de cuál sea su punto de partida o su motivación. Inevitablemente, nuestro enfoque humanista nos acercaría a esta postura. La línea divisoria entre salud y enfermedad, que siempre ha resultado más bien sospechosa para los humanistas, se muestra cada vez más artificiosa en esta época tan convulsa en la que el propio mundo se nos revela a diario como un lugar enfermizo y neurotizante. Así que, parafraseando a los Polster, ni la terapia beneficia sólo a los enfermos ni quienes piensan no necesitarla son precisamente los más sanos. Y es por esto que, personalmente, prefiero prescindir del término tradicional de terapia de grupo. Y no porque hagamos otra cosa; somos terapeutas y hacemos terapia. Pero no quisiéramos limitar los beneficios del grupo sólo a las personas con enfermedad, en profunda crisis o con sufrimiento crónico.

Ahora bien, si nos vamos al otro extremo, cuando escucho o leo el cada vez más popular término de grupos de crecimiento no puedo evitar pensar en un conjunto de macetas de interior, de esas tan agradecidas que con medio vasito de agua a la semana decoran nuestra sala de estar. Por orgánico que pueda parecer, el verdadero crecimiento no es tan espontáneo, ni sale gratis, pues ya se encarga nuestra neurosis de quitarle luz a nuestra planta cuando más la necesita, no sea que se le vean esas hojitas arrugadas o esos pistilos tan descaradamente voluptuosos… Nos guste o no, somos algo más complejos que los ficus.

Así que va a resultar que crecer cuesta trabajo. Crecer para dar fruto, se entiende. Siguiendo esta metáfora, no buscamos decoradores de interiores sino jardineros y hortelanos, dispuestos a plantar, cuidar, podar y nutrir, atentos a las necesidades del momento y a las interacciones precisas con el entorno, el clima, los insectos y, como no, los demás jardineros de al lado, cultivando cada uno sus propias plantas para beneficio propio y de aquellos a quienes quieren.

Y es en ese sentido que enfatizamos el término Grupo de Trabajo Personal como un natural punto medio entre una tradicional clínica pura y dura a la que sólo se va cuando uno está fatal, y esa otra actitud más o menos hedonista que a veces se esconde tras la búsqueda de una supuesta realización personal de quien, sintiéndose bien, viene a terapia para sentirse aún mejor.

Y es que acercarse a un grupo para ver y dejarse ver, descubrir nuestros automatismos, desmontar esas creencias en las que hemos apoyado en falso parte de nuestra vida, mostrar nuestras debilidades (o nuestras fingidas fortalezas), descubrir que no somos quienes creemos que somos (ni quienes creemos que los demás creen que somos) no deja de ser una pequeña gran aventura y como tal requiere de una cierta dosis de voluntad y coraje. Y también, como no, una buena dosis de corazón. Y todo eso cuesta lo que vale y vale lo que cuesta… precisamente, porque es trabajo.

David Magriñá

Gestalt, gestaltismo y gestaltitis

Uno de los momentos más peculiares en todo proceso terapéutico que me ha tocado vivir tiene lugar durante la entrevista, ese primer encuentro entre terapeuta y paciente, tan inevitable como imprescindible y de cuyo desarrollo resulta, entre otras cosas, si va a haber proceso o no. Y, más concretamente, me estoy refiriendo al momento en el que, como gestaltista, intento hacerle llegar a la persona que tengo delante qué es eso de la gestalt, nombre de una escuela de terapia bajo cuyo paraguas, sin embargo parecen tener cabida, cada vez más, tantas y tantas distintas maneras de trabajar.

Y es que, definir la gestalt como un modelo de trabajo, es una tarea harto difícil. Dicen los taoístas que el Tao que puede ser nombrado no es el verdadero Tao. Y, salvando las distancias, algo así parece ocurrir con la gestalt. No por nada me enamoré de la gestalt cuando creí ver en ella una modesta versión del Tao accesible a occidentales…

Así las cosas, no es raro que a cada futurible paciente le explique algo diferente, para asombro mío, pues hasta que abro la boca no sé que es lo que diré esta vez. Y es que, permítanme plantear que, en realidad, los gestaltistas no hacemos gestalt, ¡que más quisiéramos nosotros!

¿Y qué hacemos entonces? Digamos que aproximarnos, tender a ello, como mucho, por lo que la palabra gestaltismo parece más apropiada para referirnos a eso que los gestaltistas sí hacemos. Eso sí, cada uno el suyo, cada uno a su manera, pues la gestalt nos empuja a ser el terapeuta que somos más que el terapeuta que quisiéramos ser. Si a esto le unimos que la propia gestalt tiene vocación integradora, resulta inevitable encontrarnos sumidos en un mar de maneras de hacer tan diferentes que parece mentira que pretendamos denominarlas a todas con un adjetivo común. Y así, tenemos mi gestaltismo de hoy que es diferente de mi gestaltismo del año pasado, que también es diferente del de mi terapeuta, que es diferente del de aquel que fue su maestro y así, hasta remontarnos al propio Perls, el creador de nuestra escuela, de quien creímos aprender la gestalt a pesar de que de él no vimos más que su peculiar modo de hacer, es decir, su gestaltismo particular.

¿Entonces, hay gestaltismos mejores que otros? Imagino que sí, igual que hay terapeutas mejores que otros. Pero, personalmente, no creo que la diferencia esté tanto en las técnicas como en la capacidad de mantener una mirada honesta al presente, lo que incluye el propio cambio, y en la renuncia al acomodo en técnicas geniales o grandes verdades por más que una vez nos fueran útiles. El gestaltismo acomodado pronto se convierte en doctrina que, en lugar de liberar, cae como una losa y, cuando eso ocurre (porque ocurre), más merece ser denominado con esa otra terminación que los médicos reservan para cuando un tejido se inflama, véase gestaltitis. Y de esto tenemos, como en tantos otros oficios, cada vez más ejemplos a nuestro alrededor.

Así que al gestaltista no le queda otra que revisar una y otra vez su propia manera de estar y de hacer. La gestalt es entonces una referencia, un faro que nos guía o nos alerta, un camino que se recorre pero que no acaba nunca. Y es compromiso fundamental del gestaltista mantenerse activamente en este camino, siempre inacabado, siempre en revisión, siempre en crecimiento.

Pues por más que haya técnicas bien establecidas en el quehacer gestáltico, como la silla vacía, o conceptos geniales heredados de la filosofía, como las polaridades, la gestalt es, ante todo, una actitud ante la vida, una manera de mirar, de ser y de estar presentes que va mucho más allá de una terapia, para instalarse en nuestra vida cotidiana. Y si algo de esta esencia es transmitida al paciente a lo largo del proceso nos podemos dar por más que satisfechos. Lo demás, sólo son conejos sacados de la chistera.

David Magriñá (abril 2012)

Tiembla, tiembla, que así se pasa

(sobre el miedo y el amor)

“Tiembla, tiembla, que así se pasa”. Con esta frase tan sencilla daba yo, no hace demasiado tiempo, un giro radical a mi manera de entender el miedo y, por lo tanto, de entenderme a mí mismo. Fue en el transcurso de un trabajo personal en un momento en el que, habiendo conectado con algo que me asustaba mucho, simplemente, no podía parar de temblar… Y, afortunadamente, no paré. Porque si algo me reconfortó fue esta sencilla frase de quien, con cariño y firmeza, me acompañaba y me sostenía, no para quitarme el miedo, cosa imposible, sino para ayudarme a transitar lo que tuviera que transitar. Eso sí, pasando el miedo que hiciera falta, que lo cortés no quita lo valiente y nunca mejor dicho, pues valentía no es ni más ni menos que la capacidad de transitar los propios miedos, algo tan necesario como inevitable es el temor.

Pero repasemos la experiencia desde un punto de vista gestáltico. Uno de los conceptos más frecuentados es el de polaridades: aspectos que aparecen a nuestro entendimiento como opuestos, tales como la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad. Pues bien, si nos preguntáramos por el aspecto polar del amor, la mayoría de nosotros en seguida respondería que el opuesto del amor es el odio. Y así será, probablemente, desde un punto de vista semántico pero no tanto si lo miramos desde una perspectiva emocional. Amor y odio acostumbran a ir tan seguidos, si no juntos, y con tanta frecuencia como para hacernos sospechar si lo segundo no será sino un cierto grado de perversión de lo primero. A la vista está, cuántas relaciones acabarán sus días describiendo un giro hacia un odio tan intenso como apasionado fue su amor…

Así que, si el odio no es el polo opuesto del amor, ¿cuál será? Y permítanme ahora, simplemente, especular, ¿y si fuera el miedo? Al fin y al cabo, el miedo genera desconfianza y paranoia, caricaturiza la realidad mostrándola hostil y peligrosa haciendo del otro un ser malvado a nuestros ojos. Si queremos enfrentarnos a tal realidad, necesitaremos endurecernos, no dejarnos conmover, no nos vayan a manipular. El miedo lleva al autoritarismo y, desde éste, no puede crecer el amor sino, como mucho, la obediencia o la devoción. Así las cosas, percibimos nuestro propio miedo como un peligroso síntoma de debilidad frente al otro impidiéndonos contactar tanto con él como con nuestra propia vulnerabilidad. No olvidemos que amar implica siempre estar abierto a que me duela. Y si tanto me asusta el dolor, ¿cómo voy permitirme sentir amor?
Krishnamurti afirmaba a pies juntillas que amor y miedo no pueden coexistir y mientras vivamos con miedo, el amor no existirá. Me arriesgaré a dar la vuelta a la tortilla de este panorama desolador y explorar el hecho de que, en tanto que mutuamente excluyentes, el amor también tiene la capacidad de desplazar al miedo.

Así, no es casualidad que la reacción instintiva de los niños cuando tienen miedo sea correr a refugiarse en brazos de los padres. Otra cosa es que los padres interpreten que lo que el niño necesita es que se le quite el miedo: “No tienes por qué tener miedo” es una frase que hemos escuchado (y quizás pronunciado) hasta la saciedad. Paradójicamente, no sólo resulta harto difícil, pues el miedo rara vez atiende a razones, sino de dudoso beneficio, ya que, en definitiva, estamos transmitiendo el mensaje de que no hay que fiarse de las señales de amenaza que tan claramente se están percibiendo (el miedo no es otra cosa). Y desconfiar de la propia percepción es, precisamente, uno de los más insidiosos gérmenes del miedo y de la duda. Por no hablar de la exigencia de dejar de tener miedo, implícita en la frasecita. Ahí es nada.

Más allá de la posible y necesaria protección física, el acogimiento amoroso proporciona el soporte afectivo necesario para transitar un miedo que ya no es preciso dejar de sentir. La aceptación amorosa de nuestro miedo por parte de quien nos ama es el mejor aprendizaje de nuestra propia capacidad de aceptación amorosa de nosotros mismos, tal como somos, con miedo incluido. Porque conviene recordar que el miedo no es el problema, sino la solución. Pero, para que funcione, es necesario entregarse a él. Y temblar… lo que haga falta.

David Magriñá (abril 2009)

Yo tengo razón

No hace mucho, en un taller que tuve el placer de compartir con un terapeuta, viejo conocido y más reciente compañero y amigo, pude redescubrir el significado de un concepto frecuente en la terapia: La idea loca. Parece una idea. Tiene la forma y la apariencia de tal, pero cuando la miras de cerca resulta que no lo es tanto, ya que no aporta nada nuevo sobre la realidad, ninguna información. Y ponía un ejemplo clásico para los temerosos: “El mundo es un lugar peligroso” Claro que sí, cuánta razón hay en esta frase. Y es que si existe peligro en alguna parte, sin duda alguna está en el mundo. Lo mismo podríamos, de hecho, decir de la seguridad, o de la belleza, o la fealdad. El mundo es un lugar bello, dirá el artista. El mundo es un lugar placentero, dirá el hedonista. El mundo es un lugar bueno, dirá el místico. Y todos ellos tendrán razón, pues en el mundo hay todo eso, pero ninguno estará en lo cierto, pues el mundo es mucho más. O tal vez no llegue a tanto. Es decir, que quizás el mundo es, ni más ni menos, lo que es.

Poco más tarde, comentaba con algunos participantes cómo últimamente me estaba dando por asistir, en la tele o en foros de internet, a sesudos debates ideológicos y observar que, si relajaba el tirón de tripas inevitable al escuchar a unos y otros (es curioso, por no decir sospechoso, como algo tan abstracto como las ideas puede provocar este extraño efecto intestinal), me encontraba como ese niño veleidoso que abre por primera vez sus sentidos al intrincado mundo del razonamiento adulto, casi hechizado, dándoles alternativamente la razón a unos y a otros mientras defendían posturas radicalmente opuestas e ideológicamente incompatibles. Alguien me comentó bienintencionadamente qué bonito es aprender de los que piensan distinto si nos paramos a escuchar, pero me temo que la cosa no iba por ahí. Literalmente llegué a pensar que todos tenían razón, toda la razón. ¡Qué inseguridad sentí, qué indefinición, qué vergonzosa falta de criterio propio! O quizás, ¿qué engañosa es la razón?

Así que, de pronto, se me hizo claro que razón no es igual a verdad. Pido disculpas a los filósofos por esta afirmación tan pueril sobre la que, sin duda, llevarán siglos argumentando y debatiendo (y con cuánta razón, presumo), pero lo cierto es que en aquel momento se me apareció como una de esas obviedades de lo cotidiano, con toda la fuerza que eso tiene. Razón tiene más que ver con justificación y fundamentación. Una construcción sólidamente argumentada que sostiene aquello que se pretende. Y como argumentaciones hay de todos los colores, parece que cualquiera puede tener razón defendiendo cualquier cosa, a poco inteligente que sea. Por lo mismo, el grado de razón poco tiene que ver con el grado de realidad, sino que parece guardar proporción directa con la habilidad del orador en construir razonamientos e inversa con la capacidad del interlocutor en tirarlos por tierra. Sospecho que la razón no se tiene, sino que se da o se toma con más o menos legitimidad, al igual que la autoridad y el poder. Y esto ya ni siquiera habla sólo de quien la recibe sino, ¡ay!, sobre todo de quien la otorga. Y mientras tanto, a la realidad que le den.

¿Cómo aproximarnos entonces a la realidad? Desde luego, no mediante la razón, al menos no en estos casos. Buenas y mejores razones nos podrán hacer ganar un combate ideológico e incluso hacernos con toda la razón pero esto, paradójicamente, es lo que nos mantendrá completamente ignorantes de lo que de verdad nos está pasando a nosotros, ese pedacito de realidad que somos, en relación al tema de que se trate. La luz de la razón que tan aparentemente ilumina el mundo puede, a menudo, cegarnos de nosotros mismos. En contrapartida, el enfoque gestáltico nos proporciona una herramienta tan ingenuamente sencilla como fiable: atender a lo obvio. ¿Y qué es lo obvio? Precisamente, ese tirón de tripas, ni más ni menos, en toda su visceral, obscena y pragmática realidad, signo inequívoco de que una parte de nuestro ser se revuelve inquieta. Escuchar este movimiento, acompañarlo, dar cauce a esta energía y permitirle su expresión a través del propio cuerpo o mediante la emoción es una buena alternativa para conocer de qué manera esa situación particular nos está haciendo sentir amenazados, o heridos, o trastocados, o necesitados, o vaya usted a saber qué…

O bien podemos emplear toda esa energía en armar un nuevo razonamiento, más sólido, más contundente, más irrefutable. Seguramente no aprenderemos mucho de nosotros mismos pero es que da tanto gusto tener la razón… Y quien sabe, quizás hasta ganemos las próximas elecciones.

David Magriñá (2008)