Levitar

images“Coge esta cuerda y enrolla un cabo en cada mano. Ahora coloca la cuerda que queda entre las dos manos debajo de tus pies. Muy bien, ahora estira fuerte, muy  fuerte hacia arriba. Si logras estirar lo suficiente, podrás elevarte del suelo”. Yo apliqué todas mis fuerzas pero no conseguí elevarme un solo milímetro. Contrariado, le dije a Eusebio que era muy difícil. Él me miró sonriente y me animó a no desfallecer, algún día -me aseguró- lo conseguirás.  Me esforcé como no se pueden imaginar, con la fe de un niño de 9 años, mi edad a la sazón. Antes de que se mudara de vivienda, Eusebio, el vecino que me inoculó tal pretensión, me preguntaba por mis avances cuando coincidíamos en la escalera; yo sólo le podía ofrecer la calderilla de mi esfuerzo. Sin el goteo de su interés fui olvidando mi objetivo. Abandoné la cuerda entre mis juguetes y me dediqué a crecer. Ya adolescente, un día hice inventario de mis trastos y reencontré la cuerda. Con una sonrisa boba evoqué mis intentos y me avergoncé de mi inocencia: era imposible levantarme y sostenerme en el aire pues la fuerza que hacía con mis brazos en dirección al cielo era proporcional a la que dirigía al suelo a través de mis pies, pensé. Guardé de nuevo los juguetes e insistí en mi crecimiento. Sigilosamente, casi sin darme cuenta, estudié física. Conocí a Sara. Nos casamos. Tuvimos tres hijos, dos niños y una niña. Conseguí una plaza de catedrático en la facultad. Y viví una vida pespunteada de tonos pastel con pocos trazos estridentes.

Cuando contaba cincuenta y tres años, reconocí a Eusebio sentado en el banco de una plaza. El tiempo había respetado el perfil inconfundible de su cara. Con timidez me acerqué a él y me presenté. Tardó un rato en reconocerme, para refrescarle la memoria le hablé del propósito que me encomendó. Ese era el eslabón que faltaba para alcanzar en su memoria el recoveco donde almacenaba mi persona. ¿Lo conseguiste?, me preguntó. Ya lo siento –respondí- pero desistí antes de llegar a la meta. Mi tono intentaba ser divertido y cómplice. Pues yo al final lo logré, me confesó mirándome a los ojos. Busqué en su cara un gesto que convocara la broma pero topé con su seriedad. Se percató de mi escepticismo. Me rogó que lo acompañara a su casa. Allí fui testigo de como, tras unos momentos de concentración, conseguía elevarse unos diez centímetros del suelo. Enseguida busqué el truco, algún mecanismo escondido que le permitiera tal proeza. Eusebio miraba comprensivo mi postura inquisidora. No hallé nada.

El quid de la cuestión –me contó- consiste en lograr el desequilibrio necesario para que la fuerza de los brazos sea superior a la presión que ejercen los pies en el suelo. Eso se consigue con práctica y un conocimiento profundo de la musculatura.
Me pidió que me desnudara y con la cuerda me situara en la postura de arranque. Pacientemente, se dedicó a dirigir mis esfuerzos y contrarrestar tensiones musculares. Apoyaba su dedo índice sobre un músculo y susurraba relaja, tensa, un poco más, suelta un poco… Los músculos eran como cuerdas de un piano que él afinaba con pericia. Ahora no tocas el suelo, estás flotando. Al oír esas palabras me sorprendí tanto que aterricé. No sentí subir pero sí caer. Me emocioné, no daba crédito a lo sucedido. Con su ayuda seguí probando sin suerte. Me prometió que podía acercarme a practicar en cualquier ocasión. Volví a casa eufórico. Le conté la experiencia a Sara e intenté flotar para demostrarle la veracidad de mis argumentos. No lo conseguí.

Pasaron lentos los meses en que dediqué mis energías a entrenar, con la ayuda de Eusebio, una técnica suficiente para poder elevarme, y convencer a mi familia de mi cordura. Eusebio murió a causa de una embolia antes de que yo pudiera alcanzar un grado suficiente de dominio. Fue duro para mí. Alguna vez en la soledad de mi estudio conseguí elevarme; la primera de ellas llamé enseguida a Sara para repetir bajo su atenta mirada y sólo conseguí sudor con aroma a fracaso. El profesor de físicas cuestionando la ley de la gravedad, fantástico. Dijo fríamente y salió dando un portazo.
Aprendí a disfrutar de mis avances en soledad. Me obligué a no mencionar el asunto y a practicar en la intimidad. Así ha sido durante años. Años en los que he avanzado con tanta lentitud que nunca he conseguido elevarme a voluntad. Las veces que ocurrió fueron como una gracia que la providencia me brindaba.

¿Qué por qué les cuento esto ahora? Hoy me han invadido los recuerdos. Deben saber que hace un dos meses sentí un dolor agudo en la cabeza, la vista daba chispazos, era incapaz de aguantar el equilibrio. El pensamiento tenía unas fluctuaciones extrañísimas. Resultó ser un tumor en la cabeza. Me pronosticaron poco tiempo de vida. Esta última semana la he pasado postrado en la cama, el fin es inminente. Estoy asustado, temo dejar este mundo. Es un miedo cerval, inapelable. Sara y mis hijos me acompañan con amor. Damián, mi hijo mayor, viene a verme cada día y se entretiene en hacerme preguntas relacionadas con mi pasado; preguntas que escarban, delicadamente, en los pliegues de mis recuerdos y pulsan mis emociones. Creo que en el fondo, sin siquiera saberlo, pretende certificar que he sido feliz, como si anhelara llorarme evocando mi plenitud. Yo le contesto con toda la honestidad de la que soy capaz. Confieso que necesito sentir esa comunión diaria, esas preguntas que me transmiten un amor veraz que tiene el don de calmar mi dolor y mi angustia. Esta mañana Damián no tenía preguntas. Nos hemos mirado a los ojos. Ojos brillantes al borde de las lágrimas. Ha sido un instante especial e intenso que ha quebrado una enfermera que ha venido a comprobar mi presión sanguínea. Al quedarnos solos de nuevo esa magia había desaparecido. Entonces ha sido cuando me ha dicho ¿te acuerdas de cuando pretendías elevarte de suelo estirándote a ti mismo con una cuerda? Y ha sonreído. Yo he sonreído también. Se ha levantado de la silla y como si fuera un mimo ha jugado a exagerar los movimientos que yo realizaba; ha sacado un poco la lengua a un lado para simular esfuerzo y ha tensado todo su cuerpo evocando un atleta cuya disciplina fuera la halterofilia. No he podido evitar una carcajada. Era la carcajada que él buscaba, se ha relajado y se ha sentado de nuevo en la silla del lado de la cama. Entonces he cogido su mano y la he acercado a mis labios para darle un beso. Y le he dicho, te quiero hijo. Hemos retozado un rato en silencio. Cuando se ha ido he evocado a Eusebio. Su perfil de caballo, sus manos rugosas. La mirada azul, tranquila. Y he resbalado por la pendiente del entendimiento. Debo decir que este hombre era para mí bastante incomprensible, cada encuentro suponía un jeroglífico que nunca supe resolver. Llegaba a su casa y me invitaba a café o a una copa de vino; me hablaba del último partido, de la llegada del calor. De las flores de su terraza. O se interesaba por la genealogía de alguna arruga que surcaba mi frente, como si yo debiera tener el don de discernir su significado. Cuando le urgía para que me transmitiera más conocimiento me miraba con conmiseración. Muchas veces le insté a que mostrara al mundo su genial hallazgo, su destreza impecable. Entonces sonreía y me decía que no estaba para monsergas y cambiaba de tema o se quedaba callado y miraba a lo lejos. Hoy lo comprendí un poco más y añoré su presencia. Daría oro para poder mirarle a los ojos; para mandar al carajo la cuerda; para darle mi mano y reírnos de la muerte hasta que me sellara los labios.

TIERRA

imagesLas baldosas están desgastadas por años de uso, las paredes desconchadas de cansancio y humedad.  Puertas, ventanas y vigas aparecen perforadas por la labor de infinitas generaciones de insectos que han instalado allí su vivienda. Nada más entrar, mis ojos recorren estos detalles que aúllan reclamando auxilio. Y siento que no puedo negarme. No pasan ni dos horas que ya estoy firmando las escrituras que han de hacerme poseedor de la perfecta metáfora de lo desvencijado.

Con la llave de hierro rugoso abro la puerta y, ahora sí, paseo morosamente por la casa. Me empapo de la energía que exudan las paredes, del olor a cerrado, del polvo acumulado que posee la categoría de animal dormido. Pasan los días y advierto que mi relación con la casa se convierte en simbiótica. No salgo más que para lo imprescindible, sintiendo en esos momentos que la vida se me escapa. Tampoco la reformo, pese a que esa era mi idea inicial. Recorro una y otra vez las estancias, me rezago en las grietas. Busco los posos que me ayuden reconstruir su historia. No de las gentes que ahí moraron, no. Busco el alma de la casa. No me importa la humanidad. Me importan las piedras, la madera, la arcilla. Me importa el silencio enmudecido de lo que nunca pudo hablar. La casa no esgrimirá ningún alfabeto conocido por mí. Debo adivinar las claves y después pacientemente aprender a descifrarlas e interpretarlas. No tengo prisa; no temo la muerte, tampoco el fracaso.

La visceralidad me domina y guiado por esta fuerza que se asienta en mis tripas arranco con cuidado las baldosas que yacen en el suelo de la cocina. Aparecen la cal y las piedras que las sostienen. Me afano en retirar esta argamasa para arribar a la tierra. Una extraña sensación me invade, no me preocupo en entenderla ni darle sentido. Compro una pala, un pico y un balde. Primero excavo verticalmente unos dos metros, después horizontalmente. Me siento como un preso que construye un túnel que lo ha liberar. Al principio creo que busco algo, como si indagara una pista o un jeroglífico. Pero de improviso entiendo que no voy tras nada. El propósito no es otro que cavar el túnel, no oteo más horizonte que éste. Mi estado es febril. Tan sólo salgo del túnel para dormir, alimentarme y hacer mis necesidades. Una noche de sueño liviano me despierto ofuscado y me siento extranjero en la casa. Es una sensación en extremo angustiosa. Opto por dormir en el túnel. Sigo avanzando, abriendo el corredor con un diámetro mínimo, así evito salir más veces de las imprescindibles. Por la noche sueño con raíces de árbol, con todo tipo de animales que habitan este mundo que ya siento mío. Con pulso sereno tapono la entrada del túnel dejando un resquicio para que penetre el oxigeno. Me arrastro hasta el fondo de mi guarida, y una felicidad desconocida se abre paso a trompicones en mi interior. Por vez primera en mi existencia me siento seguro. La oscuridad es absoluta, no percibo diferencia alguna al cerrar y abrir los ojos. Decido sellar mis parpados y ahondo en la firmeza de lo sereno. Mi olor corporal deviene acompañante fiel. Empiezo a comer raíces e insectos: ausculto con atención y puedo oír el finísimo murmullo -psit psit- que levanta una lombriz al arrastrarse en mi reducto; la cojo con gestos leves y la llevo a mi boca, la mastico con suma lentitud y el sabor a tierra explota en mis papilas. Llego a percibir el ruido mismo de la vida en los imposibles sonidos que ejecutan las raíces al horadar la tierra. Estoy en el centro de la tierra y el mundo exterior está más y más lejano cada día que pasa. Necesito apasionadamente fundirme en la tierra. Pego mi mejilla en ella y duermo.

Josep Devesa

AÑORANZA DE LA PIEL DE GALLINA

images1I
«Vendo mi alma. Absténganse el diablo, curiosos y bromistas». A continuación un número de móvil. No soy el diablo y tampoco bromista. Soy curioso y me sentía capaz de disimularlo. Así que llamé. Saltó el contestador y sonó una voz de mujer. Le dije que me interesaba su oferta. Vocalicé cuidadosamente mi nombre y número de teléfono y colgué. Más tarde recibí una llamada suya. Nos citamos en una cafetería. Para hablar de negocios.
Llegué unos minutos antes y me aposenté en una mesa que quedaba abrigada en un rincón, desde la cual obtenía una buena perspectiva del local. Tendría unos cuarenta años, era morena y un pañuelo de seda rojo –nuestra contraseña- envolvía su cuello. Se sentó frente a mí y pidió un café. Yo estaba tenso; ella aparentaba tranquilidad. Ambos dejamos que el silencio envolviera la taza y la cucharilla que removía el azúcar. Tras un pequeño titubeo fue al grano.
– El precio son cien mil euros.
No esperaba en absoluto que fuera tan directa. Siguió:
– Por supuesto, mi alma será tuya el día en que yo me muera, nunca antes. El pago es en efectivo- añadió.
Yo escuchaba con atención, pero como en un sueño.
– Como comprenderás- dijo- no estoy dispuesta  a regatear el precio de mi alma. Por otra parte, no quiero saber cuáles son las razones de tu compra.

Deduje que no era el primero en negociar con ella. A saber cuántos curiosos como yo ya atendió. Escogí bien mis palabras, quería cualquier cosa menos su desconfianza, y le expuse:
– Supongo que imaginas que es una compra que en mi vida pensé hacer.
Me miro y asintió. Seguí:
– Ni siquiera estoy convencido de la existencia del  alma.
– Te entiendo -terció- pero debes saber que si yo tuviera tal certeza, el precio sería muy superior, tal vez ni siquiera la vendería.
Me pareció razonable, era una mujer con sentido común. Me gustó. Me di cuenta que el encuentro tocaba a su fin y ya empezaba a añorarla.
– En caso de existir, claro, ¿Puedes darme alguna pista de cómo es tu alma? – me atreví a preguntar.
Me miró fijamente a los ojos y silabeó:
– Aquí la tienes.
En mi interior se revolvieron la suspicacia de que me estuviera tomando el pelo y la extraña sensación de estar observando el fondo de un pozo desde el brocal.

Los días siguientes quedaron recubiertos de una pátina cuyos ingredientes eran la duda y la incomodidad. La prudencia repetía una y otra vez “¿para qué demonios quieres un alma de propiedad para toda la eternidad?”. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ello.
Cedí a la evidencia: Guadalupe había colonizado mi pensamiento. La cité en mi casa y le entregué el dinero. Ella parecía turbada y frágil. Hablamos poco, pero entreví una rendija para invitarla al cine. Rechazó la cita con una determinación inesperada. Solicitó mi correo electrónico y me dijo que cada mes me llegaría un mail suyo.
– Si un mes no te llega, significa que ya está a tu disposición- remató.
Ya en la puerta, me exigió que jamás me pusiera en contacto con ella.
Con cadencia maquinal recibía mensualmente la notificación de Guadalupe que certificaba su presencia en el mundo de los vivos. Llegaban incluso cuando yo ya no era capaz de leerlos, pues fallecí al poco tiempo, víctima de un accidente.

II
Nevaba y los copos me atravesaban; me movía y no dejaba huella tras de mí. Un estado de arrobamiento perenne era mi divisa. Las migraciones son eventos que las almas tenemos incorporadas en nuestro ADN, así que, al expirar el cuerpo que nos sostiene, iniciamos un largo recorrido a otros mundos; no me pregunten a dónde, cómo, ni por qué, puesto que, además de no saberlo, es algo que no tiene la menor importancia. Escabullí mi destino y mi éxodo no me llevó a otro lugar que a la casa de Guadalupe. Era el lugar adecuado donde esperar su muerte. Deambulaba por los alrededores, me detenía frente a una planta y observaba cómo crecía el tallo que más tarde sostendría una flor, la cual, tras un fugitivo esplendor, comenzaría su ocaso. Quietamente observaba durante semanas y meses dicha transformación. El tiempo es algo inexistente para las almas, un segundo no es muy distinto a un año o mil años. Otras veces me instalaba en el porche de su casa para verla en sus idas y venidas. Fueron años de contemplación, de espera sin asomo de urgencia.

Captaba el paso del tiempo en su rostro afilado y en su cuerpo enjuto que se encorvaba. Una tarde al pasar por mi lado se paró sin pararse y dijo, dirigiendo su mirada adonde yo me hallaba, ya falta poco. Raras cosas son capaces de asombrar a un alma, una de ellas es ser vista. Eso es lo que descubrí en ese momento: sabía de mí, me habló y yo deseé tener un traje de carne para sentir la piel de gallina.
Tardó poco más de una semana en estar a mi lado, abandonada por su cuerpo.  Allí estábamos uno al lado del otro, parecíamos dos aprendices de la vida de las almas, pero era una falsa impresión puesto que no hay misterios para las almas, por la sencilla razón de que no nos interesan las preguntas. Partimos; juntos iniciamos la migración, suave, fluida, silenciosa.

Sucedió de improviso, con la enjundia de lo obvio. De lo casual a la par que previsible, como la noche que sigue al día. Yo lo supe antes que ella, desde el día de mi muerte. Lo mismo que descubrió ella en la suya: los enredos y los trueques de la vida carnal, son poco más que eso, componendas que visten, distraen o dan sentido al devenir; que acompañan el aleteo de los parpados hasta su descanso definitivo. Ambos compartíamos ese conocimiento. Y llegado el momento, ella decantó su recorrido para seguir su camino en solitario. Me quedé solo. Así es: las almas también estamos solas; y de nuevo deseé recuperar por un momento mi envoltura de carne para echarme un trago entre pecho y espalda. Me senté en un recodo de la eternidad y miré muy a lo lejos el sol que había calentado mis huesos. Decidí demorarme unos eones para ver declinar lentamente su fulgor; para presenciar cómo quedamente se apaga y emerge la piedra oscura que ha cobijado sus llamas.

Josep Devesa