VIDA SÚBITA

VIDA SÚBITA

Y de qué vivió, preguntan asombrados:

vivió de vida natural,
vivió de encantamiento, de un fuerte golpe,
de un pulmón que le salió magnífico.

Tenía horas y horas para volar, para bailar,
para morirse de la risa.
Daba cosa mirarlo tan contento
como si no esperara nada.

Tenía unos pies estupendos
con los que se paseó dos o tres veces
a todo lo ancho y lo largo

y le sobrevino la vida de repente
sin que supiéramos por qué,

nada más lo vimos alegrarse y alegrarse,
se infló como un globo de dicha
y apareció ante nuestra vista
de un modo radical, definitivo, eterno.

 

Alejandro Aura

MEDITACIÓN DE NAVIDAD 2013

índexTextos inspiradores para la meditación de Navidad 2013.

 

«Ya tenemos todo lo que precisamos. No necesitamos mejorarnos. Todas estas fantasías que nos imponemos a nosotros mismos: el temor constante de ser malos y la esperanza de ser buenos, las identidades a las que tanto nos aferramos, la furia, los celos y las adicciones de todo tipo…nunca tocan nuestra riqueza básica. Son como nubes que ocultan temporalmente el sol. Pero nuestra calidez y nuestro brillo están aquí mismo en todo momento. Esto es lo que realmente somos. Estamos a la distancia del guiño de un ojo de estar plenamente despiertos.»

Pema Chödron, “Empieza donde estás”

 

«Si no puedes sosegarte,
¿qué podrás aprender jamás?
¿Cómo llegarás a ser libre?»

(El Dhammapada de Gautama el Buda)

 

El silencio no es inactivo.
La flor llena el espacio con su perfume, la vela con su luz;
no hacen nada y, sin embargo, su presencia lo transforma todo.
Su presencia misma es acción.

(Nisargadatta Maharaj)

¿POR QUÉ MEDITAR?

imagesinesbonaA veces me pregunto por qué este empeño en desarrollar una disciplina en la práctica meditativa. Que la meditación ayuda a calmar la mente es una buena razón y de ello tengo atisbos de vez en cuando. En ocasiones, especialmente cuando la meditación es guiada, o  ayudada por una escucha musical, el movimiento o la recitación de mantras, el efecto calmante es claro e intenso. Otras veces, sobre todo en la meditación vipassana, en la que uno trabaja a pelo con su cuerpo y su mente, la práctica resulta más difícil, pues la mente se encuentra sola consigo misma y se distrae con suma facilidad; no obstante, esta forma desnuda, por así decir, es una buena manera de conocer la mente y su funcionamiento y de indagar en los modos de manejar ese caballo salvaje, ese niño caprichoso. Por este motivo, considero muy interesante que la meditación de tipo vipassana sea el elemento principal de una práctica continuada.

“Si quieres controlar a una vaca, dale una ancha pradera”, según un dicho que no sé de dónde viene. Por ahí va la cosa. El aprendizaje de esa permisividad le sienta bien a nuestra mente, y de paso a todo lo que somos. No se puede apagar el fuego con fuego, no se puede controlar con más control esa faceta de nuestra psique tan volátil, escurridiza y ávida de control que es nuestra mente.  Lo que sí podemos hacer es oponer un elemento diferente, creando en nuestro ámbito psíquico una fuerza suave y firme, que actúe como límite  en el campo mental y le dé una estabilidad. Esa fuerza es nuestra atención, y mediante ella expandimos a la vez que afinamos la capacidad de darnos cuenta.

Hay una diferencia sutil –y no tan sutil- entre dejar la mente abandonada a sus desvaríos y observarla sin intervenir. En el primer caso, al no percatarnos de lo que sucede, la mente nos arrastra con ella, eso cuando no cabalga sobre nosotros; pero cuando somos capaces de no identificarnos con lo que sucede, creamos un espacio para simplemente darnos cuenta y regresar al campamento base, que es el ahora, el cuerpo, la respiración. Y también al contrario: sintiendo la postura y la respiración evitamos ser arrastrados por nuestra mente. Es muy importante, eso sí, que esa atención y esa vuelta al presente, al lugar real en el que estamos, no sean efectuadas con impaciencia ni enfado, sino con suavidad, de forma amigable para con nosotros, pues la calma con calma se enseña.

Por último, aunque podría ir en primer lugar, hay algo más que anima esta voluntad de meditar. Se trata de la necesidad de parar y  hacer una retirada hacia dentro. Parar, en primer lugar,  la compulsión por la actividad haciendo un alto en el ajetreo cotidiano, dejando en suspenso la atención a los estímulos exteriores, a veces excesivos, así como el afán por intervenir en lo que ocurre, sea para resolver, mejorar, cambiar…Cierto que ese afán reaparece durante la meditación, incluso con esfuerzos redoblados, en relación con los estados interiores. Pues bien, no cedamos al desaliento, la oportunidad de oro está ahí para que podamos entrenarnos en hacer algo diferente: ni luchar, ni distraernos, sino abrirnos, darnos cuenta, respirar y dejarnos en paz.

MEDITAR

Meditar es algo muy básico. La meditación digamos formal –dentro de la variedad de formas que existen-  consiste básicamente en sentarse, con los ojos cerrados o abiertos, en una posición erguida, estable y flexible, sin hacer nada más que ser conscientes de la postura y la respiración, dándonos cuenta de lo que ocurre por dentro (pensamientos, emociones, sensaciones), además de lo que percibimos del exterior, como los sonidos, la temperatura y la luz. Todo ello, en una actitud de soltar lo que aparece, sin aferrarnos a nada, manteniéndonos abiertos. Esta doble cualidad de atender lo que surge y soltarlo es una característica principal de la meditación.

Por todo ello, meditar supone una práctica de pura presencia y pura consciencia que va en contra de la tendencia habitual de todos nosotros, que consiste en intervenir, juzgar, valorar, distraernos… y otras formas de evitar y empañar nuestra experiencia.  Así pues, meditar en su esencia es algo muy básico que puede resultar bastante difícil; es asimismo algo  lleno de sentido, un verdadero reto: uno se pone ahí, a entrenar la capacidad natural de estar abierto y calmar la mente, entreviendo por momentos los destellos del propio ser fundamental y profundo. Esto no sería posible, y sería un sufrimiento, sin un poco de sentido del humor (de ligereza y suavidad) y de espíritu amigable para con nosotros mismos.

• Dejo aquí unas recomendaciones bibliográficas, los tres libros son de Pema Chödrön:
“Cuando todo se derrumba” (Ed. Gaia)
“Comienza donde estás” (Ed. Gaia)
“Los lugares que te asustan” (Ed. Oniro)

• Y un video sencillo que enseña cómo meditar en un minuto

Distanciarse

El camino es largo -¿hacia dónde?
En cada paso un poco más de tristeza, 
como el polvo, se pega a mis pies. 
(No llores, no merece la pena)
Sé que debo soltar y arrojar
la carga que pesa sobre mis hombros.

La mentira es débil y no resiste el tiempo,
los sueños sólo duran mientras uno duerme.

Y cuando me haya lavado la cara
y secado mis ojos –ni costra ni mirada turbia- 
¿podré decir al mirarme al espejo «ésta soy yo»?

(Inés 1983,revisado en 2012)

Uno es alguien múltiple. Numerosas partes, diversos aspectos, cualidades, formas y deseos, viven y se desviven en eso que creemos ser: un único yo.

Uno tiene un camino que hacer, que es el largo camino de vuelta a casa, para encontrarse con su propio mundo interior y empezar a conocer la multiplicidad de seres y la diversidad de espacios, habitaciones, escenarios, calles, callejuelas y paisajes que componen el tan temido por desconocido mundo interno. Que existe, aunque no lo podamos ver. Hacen falta ganas y sentimiento verdadero, y trabajo, es decir, esfuerzo, para encontrar esa verdad que llevamos dentro.

Es preciso, a despecho de esa ilusión de ser un único yo, empezar por ser dos: el que vive y se desvive y el que observa lo que pasa dentro. Es preciso desdoblarse conscientemente, separarse, distanciarse de uno mismo, para crear ese observador interno que pone luz y enfoca ahí donde no vemos; que observa toda la multiplicidad, todas las divisiones internas, contradicciones y personajes que se mueven, reaccionan y también se ocultan en uno mismo; que permite también ver las partes temibles de uno mismo (menos temibles cuanto más se las ve). Sólo entonces empezamos a caminar sabiendo por dónde vamos y podemos hacernos el propósito de tomar una dirección.

Inés Martínez

El reconocimiento de la propia experiencia

«Sabe más acerca del grano de mostaza aquel que ha probado un grano, que el que ha estado toda la vida viendo pasar delante de su casa caravanas de camellos cargados de granos de mostaza» (Proverbio árabe)

Considero que es vital saber estar en contacto pleno con la propia experiencia y me encuentro con que tenemos frecuentes e importantes dificultades para ello. La conciencia de la propia experiencia a menudo nos falta o está distorsionada. Sorprendentemente, aquello que experimentamos no es una evidencia para nosotros mismos, al contrario, desconfiamos de lo que vivimos y no podemos reconocerlo verdaderamente como propio. Paralelamente, se agranda nuestra ignorancia acerca de nosotros mismos y del mundo, pues nuestra principal vía de conocimiento, y de relación, que es nuestra experiencia, queda parcial o totalmente destruida*.

Ante este panorama, vale la pena considerar seriamente estas cuestiones y buscar la manera de iniciar el camino hacia su resolución. La buena noticia es que la posibilidad de conseguirlo es cierta, pues se encuentra en nuestra misma constitución: se trata de nuestra capacidad de darnos cuenta o de percatarnos. Sabemos que esta es una cualidad propia de todos los seres vivos y que en el ser humano reviste una gran complejidad, en buena medida porque tenemos la facultad de tomar distancia respecto de nosotros mismos, con la consecuencia de una particular autoconciencia y la posibilidad de relacionarnos con nosotros mismos además de con otras personas. Y con nuestra sombra, nuestros fantasmas, nuestros demonios.

Nos queda, pues, potenciar nuestra capacidad de darnos cuenta. Las ocasiones para ello son infinitas, nos las brinda la vida misma a cada momento. Claro que hay que estar presente, hay que saber estar aquí, estar en lo que se está. Entonces nos encontramos con que experienciar y darse cuenta son en cierto sentido lo mismo, no existe el uno sin el otro. Sentir, vivir ¿acaso pueden darse sin conciencia de lo vivido? El hecho de percatarnos o darnos cuenta de algo ¿no es ya en si mismo una experiencia? Por el contrario, podemos también, y lo hacemos a menudo, estrechar los márgenes de nuestra conciencia y captar justo lo que nos permite «funcionar», ir tirando, sobrevivir. Esta suerte de autoengaño es, en ocasiones, todo cuanto podemos hacer; el problema es cuando se convierte en un hábito, un sistema de funcionamiento en el que el hecho mismo de ser conscientes y estar vivos es algo que, de tan obvio, lo obviamos. Bueno es cuando podemos verlo.

Dice Goethe, «¿Qué es lo más difícil? Poder ver con los ojos lo que a la vista tienes». De donde primero recibí esta idea fue de la gestalt y particularmente de Perls quien, en su audacia, llegó a definir al neurótico como alguien incapaz de ver lo obvio y resaltó de forma realmente vívida que somos, y tenemos, nuestra capacidad de darnos cuenta, virtud mediante la cual podemos orientarnos en la vida, desarrollarnos, aprender y cambiar. ¡Casi nada! Claro que ello supone aprender a estar en contacto con la realidad y requiere, por lo tanto, un desaprendizaje de las propias manipulaciones y distorsiones perceptivas. Realizamos este proceso en la relación con los demás y con los acontecimientos de la vida, de la misma manera que aprendemos a escribir escribiendo.

Coherente con sus propias premisas, lo que la gestalt propone es: date cuenta, date cuenta de lo que te pasa, date cuenta de lo que haces y de lo que piensas, siente cómo te sientes, date cuenta de tu entorno, quédate ahí, percátate…Y qué ocurre entonces. Las experiencias más intensas y reales se dan con un darse cuenta también intensificado a la vez que abierto. Abierto quiere decir en este caso sin estar fijado a expectativas y libre de juicios. Lo más interesante, desde luego, tiene lugar aquí.

Inés Martínez

Crisis

Todo hombre puede encenderse a si mismo una luz en la oscuridad.
Heráclito, fragmento 26

Entrar en crisis. Enfrentar una crisis. Supone afrontar los asuntos irresueltos y también los eternos temas de cada cual, aquellos donde encontramos mayores dificultades porque tocan nuestros puntos flacos, nuestros límites. Hay momentos o épocas en que la vida, de un modo u otro, nos los pone delante, por regla general, una vez más.

Podemos ver, si nos atrevemos a mirar, lo que nos da miedo. Podemos así desenmascarar nuestros fantasmas. Y contrarrestar nuestras tendencias más habituales cuando las cosas se ponen crudas, que son replegarnos para atrás –tapando, olvidando, entreteniendo, regresando a comportamientos infantiles…- o tragarnos el miedo y tirar para adelante, por encima del asunto tan temido y de nuestra debilidad. En definitiva, huir.

La cobardía, dicen – y así lo enfoca el trabajo con el Eneagrama – no es el miedo. La cobardía es el miedo al miedo: no quererlo sentir, no quererlo mirar. Así alimentamos nuestros fantasmas, nuestras fobias, con la consecuencia paradójica de que entonces, al dejarnos condicionar por nuestro deseo de huir, son nuestros temores los que conducen nuestros actos. La valentía, por el contrario, requiere ser conscientes del miedo a la vez que actuamos y enfrentamos lo temido. Como una vez le escuché a cristina Nadal, “ El miedo, cuando nos lo dejamos sentir, es una puerta” En caso de abrirla, nos damos la posibilidad de tener un encuentro con lo real que se haya más allá de lo temido. Y así, también, plantamos cara a nuestra actitud fóbica – la huida por sistema – e impedimos que se refuerce y nos reste energía. Antes bien, somos nosotros quienes nos fortalecemos al desarrollar nuestro coraje.

Enfrentar una crisis implica, en alguna medida, entrar en territorio desconocido, sentirse perdido. Y eso, claro, asusta. Pero si en algún momento nos decidimos a atravesar ese estadio, vemos que aparece una mayor apertura y quizá encontramos cierta excitación y vitalidad, el gusto de descubrir. Y es que entrar en crisis implica no sólo abrirnos a nuestros miedos, sino también, y especialmente, a nuestros deseos.

Sirve y es necesario no correr, no pretender una solución rápida – y a veces, por raro que parezca, ninguna -, solución que vendría dictada por nuestro yo más superficial y automático. Sirve abrir, soltarse en la incertidumbre y escuchar las sensaciones, los ecos y movimientos internos según nuestra conciencia se va ampliando, Y mirar de cerca allí donde querríamos, como tantas veces hemos hecho, pasar de largo. Se nos presenta entonces, al descubrir algo de nosotros mismos, la oportunidad de aprender de la experiencia, por lo tanto, de aumentar nuestro apoyo interno, nuestro sentido de autonomía.

Y ya para terminar. Miremos un momento ese asunto propio que se nos pone patas arriba o se mueve cuando entramos en crisis. Quizá podamos ver que se trata de un tema más profundo, que tiene derivaciones o se extiende hasta tocar lo que son temas universales, propios del ser humano: la muerte, la soledad, el amor, el cambio, la confianza, la vulnerabilidad… Y quizá, gracias a esa mirada más amplia, nos encontremos con que no estamos tan solos, no vivimos aislados, sino que cada cual está con los demás, y con su pedacito o su pedazo de soledad, en el mismo barco.

Inés Martínez (2005)

 

Vivir en paz

Vivimos en una sociedad enferma. Basta considerar sólo dos síntomas: la insatisfacción y la incapacidad de vivir en paz.
Guillermo Borja
La locura lo cura

Escribo recién consumada la invasión de Irak. Ya sabemos el resultado: vencieron los que más mataron. Por lo demás, la guerra, como otras guerras, parece que continúa. Nunca la habíamos sentido tan cerca, tan amenazadora, tan real y cubierta de mentiras, cuando no de mierda. De ahí que nos hayamos implicado como lo hicimos y que la paz en el mundo emerja nuevamente, y cada vez para más gente, como una necesidad de primer orden.

La violencia del mundo evoca mi propia violencia. Honestamente, no puedo interesarme por la paz en el mundo sin sentirme cuestionada en mis propias guerras, sin ocuparme también de trabajar por la paz en mi vida. Una paz que por primera vez veo claramente necesaria, realmente deseada. Querida. Verdaderamente posible.

Creo que el mundo puede vivir en paz. No es verdad, o es una idea loca, que ¨ como siempre fue así, así seguirá siendo, porque está en la naturaleza del hombre ser un lobo para el hombre ¨. Esta idea revela, a mi entender, al menos tres cosas: la fuerza acomodaticia de la costumbre, o de la inercia, que es mucha; una especie de profecía autocumplida y, por supuesto, una gran ignorancia acerca de los lobos (y de los hombres).

Creo que el mundo puede vivir en paz. Y lo creo porque para mí no es ésta una cuestión de poder o no poder, sino de querer. No se trata, desde luego, de pretender imposibles: bonita coartada para la frustración. No se trata de vivir en el limbo, en un mundo sin conflictos ni errores, sin agresividad, sin enfermedad, dolor ni muerte…ni siquiera sin violencia. Quizá el problema no sea tanto la violencia, sino cómo entendernos con ella, reconocer los resortes que la activan -miedo, codicia, impotencia…- para que no se nos escape de las manos. Sabido es que lo que reprimimos, por más que pretendamos legitimarlo envolviéndolo en justificaciones de diverso pelaje, no desaparece precisamente, sino que brota por otros cauces con mayor destructividad.

La paz es posible y necesaria. La paz en el mundo, en nuestro entorno más inmediato, en el interior de uno mismo. Es cuestión de querer y de querer de verdad, en el amplio sentido de la palabra, que abarca el deseo, la voluntad, el cariño -y, claro está, la paciencia- y que implica aprender lo que tengamos que aprender y trabajar por la paz por lo menos tanto como lo hemos hecho por la guerra. Porque si estamos donde estamos, no es obra de algún hado maléfico o de un destino fatal -eso vale como tema para un bolero-, sino que es obra nuestra y nuestra responsabilidad.

Inés Martínez

Libertad

Érase una vez una niña pequeña, tendría unos cinco o siete años. Vivía sola en el bosque, salvaje, vigilante y a oscuras. Un poco como los lobos en su guarida. Su vida consistía en eso que los humanos llaman sobrevivencia. Vagaba por los senderos, aullaba a la luna, comía los restos de animales muertos que otras fieras de distinta especie habían dejado tirados.

Un día empezó a preguntarse quién era. No había encontrado a nadie como ella ni que se le pareciera un poco, excepto ese reflejo en el lago de su misma cara y su sonrisa, que se desvanecía apenas movía un poco las aguas. Se sentía un poco hermana de los árboles e incluso de las piedras, pero ella ¿quién era?. La pregunta, tan nueva, trajo consigo nuevas preguntas, como una semilla que diera sus frutos

¿cómo he llegado hasta aquí?

¿por qué no encuentro a nadie como yo, igual que veo tantos lobos, hormigas, aves?

En fin, que poco a poco se acostumbró a hacerse preguntas y con ellas empezó a sonarle una voz diferente, como más ronca o más honda. Extrañada, se quedó escuchándola. Y así sintió, por primera vez, una canción. Era como el murmullo encadenado del viento, el gotear de alguna fuente… y su respiración. Vigilaba menos, escuchaba más y ahora comenzaba a cantar

ta…ta…ta…sa…sa…sa…¿dónde estoy? soy sooy ¿quién?

¿hay alguien ahí o será mi soledad eterna?

Su guarida empezó a hacérsele pequeña, quizá por efecto de las preguntas. Ella era más larga, había crecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? Ni idea. Y esta pregunta…¿era suya o del que cuenta la historia? Pero sí, parecía que despuntaba en ella una nueva dimensión -el Tiempo- y que esta pregunta venía de su nueva voz.

Su mirada se hacía más amplia, mucho más, y como en un vuelo de pájaro abarcó la anchura espaciosa -¿sin fin?- de las copas de los árboles y el gran cielo azul. Se quedó extasiada, como un ser humano que viera por primera vez el mar y despertara de un sueño quizá real. Y entonces pensó si acaso se trataba de un sueño dentro de otro sueño, cómo, si no, había alcanzado aquella visión. A partir de aquel día empezó a mirar hacia arriba, más allá de la luna, y vio en algún claro del bosque azules que nunca había visto, una negrura más honda e infinidad de estrellas.

El bosque, tan grande como era, se le hacía pequeño. Sentía una nostalgia que nunca había sentido, sin saber de qué, sin tener noción de qué había perdido. Pero su corazón aleteaba y soñaba con salir y volar. Ya no le bastaba con hacer igual que un animal, ni con los árboles ni las piedras.

Un día resolvió echarse a caminar, con sólo una idea clara: quería salir del bosque. Había crecido, una nueva fuerza la acompañaba. Y la dirección, el timón fijo para no perderse en rodeos, se la marcaba la presencia casi constante de la Estrella del Sol Poniente. Había partido sin saber más que lo que dejaba y persiguiendo, quizá, otro sueño. Por primera vez, dudaba.

Caminó durante treinta días y treinta noches, descansando entre la maleza, con la única constante de la Estrella y el pesar anhelante de su corazón. Y un atardecer, en sueños, tuvo otra visión. Soñó con un claro en el bosque, un gran lago de limpias aguas y un ciervo al pie de un árbol de tronco enorme. Cuando despertó, sintió que tenía que caminar sobre sus pasos, en dirección contraria a la Estrella del Sol Poniente y luego girar a la derecha. Volvió a sonar su voz, esta vez como una fiera, con la rabia del que no está dispuesto a abandonar.

En su caminar no tenía más guía que esa fiereza recién nacida y más palpable que cuando vivía entre las fieras. En más de una ocasión se sintió morir: le parecía insoportable no saber si el sueño que perseguía era cierto. Y un día, cansada de su búsqueda, se quedó acurrucada junto a una roca, dispuesta a renunciar, dormida. Su soledad también le pesaba. Al despertar, vio el ciervo de gran cabeza, que la miraba, justo encima de su cara.

Quiso tocarlo y el ciervo salió huyendo. Ella echó a correr tras él, pero pronto lo perdió de vista. No por eso dejó de correr ni de husmear su rastro. Cuando se dio cuenta, el bosque había clareado y frenó en seco su carrera al toparse de lleno con el mar azul. En el mar, como una mota de polvo en el espacio, había una barca y en la barca, un hombre que pescaba. Justo bajo sus pies, comenzaba una bajada escarpada que la llevaría directamente a la playa.

Inés Martínez (2001)

El suelo que pisé por primera vez

Estoy de vuelta en el Taller y vuelvo en el momento en que dos de mis colegas y amigos se van. Primero pensé: ¨¡joder!¨ -pensamiento de gran hondura y alcance, como puede verse. Ya lo he aceptado -o eso creo- y tengo a veces la impresión de que la nueva andadura, que pasa por una nueva configuración del centro, puede ser interesante.

Vuelvo después de haber tenido mi primer hijo y de dedicarme casi un año a cuidarlo. Constato a la vuelta que he madurado y esto se refleja en varios aspectos: mejor calidad en el contacto -más empatía y espontaneidad por mi parte- y una disminución considerable de la culpa y vergüenza con las que me atenazaba y me impedía verme. En resumen, mayor aceptación de mí. Encontrarme con esto ha sido una grata sorpresa. En realidad, son cambios que responden a un largo proceso y que se manifestaron más claramente durante el embarazo: estaba feliz, radiante, mi tan temido deseo por fin se veía cumplido. Resultó que yo era fértil. Y el hijo que llegó es una maravilla, un ángel venido del cielo… y transformado

en pajarillo, primero

después, monito juguetón

cervatillo brincador

fauna colorida, diversa

que dibuja también la fierecilla tigresa que lleva dentro.

Este niño vino a tocar la vieja herida. ¡Tanta fragilidad en tan pequeño cuerpo! No podía soportar causarle el menor daño, ni siquiera la más mínima incomodidad. Desde que nació, intenté protegerle del mundo. ¿A él? Sospechaba que no. Me resultó más difícil protegerle de mí: de mi angustia, de mi ira ante sus continuas demandas, de mi impaciencia.

Sigo buscando la herida abierta en el pasado, libre ya -o casi libre- de creencias ajenas y de tanta desconfianza en mi sentir. Voy encontrando una niña no amada, utilizada por sus padres para servir a su locura, que no importaba porque sólo importaban ellos. Es curioso cómo yo jugué este sentimiento de falta de amor sin enterarme de qué estaba haciendo, exagerando la carencia cuanto pude -y, por lo tanto, falseándome- justo para no sentirla (un poco como esos calvos que se rapan la cabeza para mejor disimular su calvicie). No podía tampoco sentir el dolor de esa carencia, pues en el fondo de mí permanecía intocable el supuesto de que unos padres -sobre todo la madre- siempre quieren a sus hijos.

La cosa ya no va tanto de resentimientos ni de culpas, aunque a veces piense: ¨¿culpa de los padres? Pues claro¨. La cosa va de creer en mí y ya no las mentiras que me tragué. El deseo es de pasar página, una vez bien leída; de curar la herida, en lugar de hurgar en ella u olvidarla; de recuperar la inocencia, ésa que algunos dicen -también me lo tragué- que no existe porque la dan por perdida. Y es que mi niño vino también a regalarme, en su pequeñez, la inocencia original.

Inés Martínez (2000)