Levitar

images“Coge esta cuerda y enrolla un cabo en cada mano. Ahora coloca la cuerda que queda entre las dos manos debajo de tus pies. Muy bien, ahora estira fuerte, muy  fuerte hacia arriba. Si logras estirar lo suficiente, podrás elevarte del suelo”. Yo apliqué todas mis fuerzas pero no conseguí elevarme un solo milímetro. Contrariado, le dije a Eusebio que era muy difícil. Él me miró sonriente y me animó a no desfallecer, algún día -me aseguró- lo conseguirás.  Me esforcé como no se pueden imaginar, con la fe de un niño de 9 años, mi edad a la sazón. Antes de que se mudara de vivienda, Eusebio, el vecino que me inoculó tal pretensión, me preguntaba por mis avances cuando coincidíamos en la escalera; yo sólo le podía ofrecer la calderilla de mi esfuerzo. Sin el goteo de su interés fui olvidando mi objetivo. Abandoné la cuerda entre mis juguetes y me dediqué a crecer. Ya adolescente, un día hice inventario de mis trastos y reencontré la cuerda. Con una sonrisa boba evoqué mis intentos y me avergoncé de mi inocencia: era imposible levantarme y sostenerme en el aire pues la fuerza que hacía con mis brazos en dirección al cielo era proporcional a la que dirigía al suelo a través de mis pies, pensé. Guardé de nuevo los juguetes e insistí en mi crecimiento. Sigilosamente, casi sin darme cuenta, estudié física. Conocí a Sara. Nos casamos. Tuvimos tres hijos, dos niños y una niña. Conseguí una plaza de catedrático en la facultad. Y viví una vida pespunteada de tonos pastel con pocos trazos estridentes.

Cuando contaba cincuenta y tres años, reconocí a Eusebio sentado en el banco de una plaza. El tiempo había respetado el perfil inconfundible de su cara. Con timidez me acerqué a él y me presenté. Tardó un rato en reconocerme, para refrescarle la memoria le hablé del propósito que me encomendó. Ese era el eslabón que faltaba para alcanzar en su memoria el recoveco donde almacenaba mi persona. ¿Lo conseguiste?, me preguntó. Ya lo siento –respondí- pero desistí antes de llegar a la meta. Mi tono intentaba ser divertido y cómplice. Pues yo al final lo logré, me confesó mirándome a los ojos. Busqué en su cara un gesto que convocara la broma pero topé con su seriedad. Se percató de mi escepticismo. Me rogó que lo acompañara a su casa. Allí fui testigo de como, tras unos momentos de concentración, conseguía elevarse unos diez centímetros del suelo. Enseguida busqué el truco, algún mecanismo escondido que le permitiera tal proeza. Eusebio miraba comprensivo mi postura inquisidora. No hallé nada.

El quid de la cuestión –me contó- consiste en lograr el desequilibrio necesario para que la fuerza de los brazos sea superior a la presión que ejercen los pies en el suelo. Eso se consigue con práctica y un conocimiento profundo de la musculatura.
Me pidió que me desnudara y con la cuerda me situara en la postura de arranque. Pacientemente, se dedicó a dirigir mis esfuerzos y contrarrestar tensiones musculares. Apoyaba su dedo índice sobre un músculo y susurraba relaja, tensa, un poco más, suelta un poco… Los músculos eran como cuerdas de un piano que él afinaba con pericia. Ahora no tocas el suelo, estás flotando. Al oír esas palabras me sorprendí tanto que aterricé. No sentí subir pero sí caer. Me emocioné, no daba crédito a lo sucedido. Con su ayuda seguí probando sin suerte. Me prometió que podía acercarme a practicar en cualquier ocasión. Volví a casa eufórico. Le conté la experiencia a Sara e intenté flotar para demostrarle la veracidad de mis argumentos. No lo conseguí.

Pasaron lentos los meses en que dediqué mis energías a entrenar, con la ayuda de Eusebio, una técnica suficiente para poder elevarme, y convencer a mi familia de mi cordura. Eusebio murió a causa de una embolia antes de que yo pudiera alcanzar un grado suficiente de dominio. Fue duro para mí. Alguna vez en la soledad de mi estudio conseguí elevarme; la primera de ellas llamé enseguida a Sara para repetir bajo su atenta mirada y sólo conseguí sudor con aroma a fracaso. El profesor de físicas cuestionando la ley de la gravedad, fantástico. Dijo fríamente y salió dando un portazo.
Aprendí a disfrutar de mis avances en soledad. Me obligué a no mencionar el asunto y a practicar en la intimidad. Así ha sido durante años. Años en los que he avanzado con tanta lentitud que nunca he conseguido elevarme a voluntad. Las veces que ocurrió fueron como una gracia que la providencia me brindaba.

¿Qué por qué les cuento esto ahora? Hoy me han invadido los recuerdos. Deben saber que hace un dos meses sentí un dolor agudo en la cabeza, la vista daba chispazos, era incapaz de aguantar el equilibrio. El pensamiento tenía unas fluctuaciones extrañísimas. Resultó ser un tumor en la cabeza. Me pronosticaron poco tiempo de vida. Esta última semana la he pasado postrado en la cama, el fin es inminente. Estoy asustado, temo dejar este mundo. Es un miedo cerval, inapelable. Sara y mis hijos me acompañan con amor. Damián, mi hijo mayor, viene a verme cada día y se entretiene en hacerme preguntas relacionadas con mi pasado; preguntas que escarban, delicadamente, en los pliegues de mis recuerdos y pulsan mis emociones. Creo que en el fondo, sin siquiera saberlo, pretende certificar que he sido feliz, como si anhelara llorarme evocando mi plenitud. Yo le contesto con toda la honestidad de la que soy capaz. Confieso que necesito sentir esa comunión diaria, esas preguntas que me transmiten un amor veraz que tiene el don de calmar mi dolor y mi angustia. Esta mañana Damián no tenía preguntas. Nos hemos mirado a los ojos. Ojos brillantes al borde de las lágrimas. Ha sido un instante especial e intenso que ha quebrado una enfermera que ha venido a comprobar mi presión sanguínea. Al quedarnos solos de nuevo esa magia había desaparecido. Entonces ha sido cuando me ha dicho ¿te acuerdas de cuando pretendías elevarte de suelo estirándote a ti mismo con una cuerda? Y ha sonreído. Yo he sonreído también. Se ha levantado de la silla y como si fuera un mimo ha jugado a exagerar los movimientos que yo realizaba; ha sacado un poco la lengua a un lado para simular esfuerzo y ha tensado todo su cuerpo evocando un atleta cuya disciplina fuera la halterofilia. No he podido evitar una carcajada. Era la carcajada que él buscaba, se ha relajado y se ha sentado de nuevo en la silla del lado de la cama. Entonces he cogido su mano y la he acercado a mis labios para darle un beso. Y le he dicho, te quiero hijo. Hemos retozado un rato en silencio. Cuando se ha ido he evocado a Eusebio. Su perfil de caballo, sus manos rugosas. La mirada azul, tranquila. Y he resbalado por la pendiente del entendimiento. Debo decir que este hombre era para mí bastante incomprensible, cada encuentro suponía un jeroglífico que nunca supe resolver. Llegaba a su casa y me invitaba a café o a una copa de vino; me hablaba del último partido, de la llegada del calor. De las flores de su terraza. O se interesaba por la genealogía de alguna arruga que surcaba mi frente, como si yo debiera tener el don de discernir su significado. Cuando le urgía para que me transmitiera más conocimiento me miraba con conmiseración. Muchas veces le insté a que mostrara al mundo su genial hallazgo, su destreza impecable. Entonces sonreía y me decía que no estaba para monsergas y cambiaba de tema o se quedaba callado y miraba a lo lejos. Hoy lo comprendí un poco más y añoré su presencia. Daría oro para poder mirarle a los ojos; para mandar al carajo la cuerda; para darle mi mano y reírnos de la muerte hasta que me sellara los labios.

La Montaña del alma

Rana_budistaVoy a hacer una cosa un poco fea: recomendar un libro que no he leído. Todo empezó cuando una amiga me pasó el fragmento del escritor Gao Xingjian que viene a continuación, pertenece a su obra “La montaña del alma” y es su último capítulo. Es de una sensibilidad exquisita y, a mi entender, transmite de una forma bellísima el misterio que representa estar vivo; la incertidumbre que comporta, y por ende, el ansia de encontrar alguna migaja de compresión. Resuena entre líneas, la quietud, la calma, resultado de soltar la necesidad o la búsqueda de una parcela de seguridad que nos explique qué diablos estamos haciendo aquí (Ignoro si el autor se refería a eso que he nombrado… en todo caso, es lo que me inspira la lectura). Sea como sea, no me negaran que conociendo este capítulo final, se hace muy apetecible leer los capítulos que lo preceden.

 

«Por la ventana, veo en el suelo nevado una minúscula rana. Parpadea un ojo y abre de par en par el otro. Me observa sin moverse. Comprendo que se trata de Dios. Se manifiesta a mí bajo esta forma y mira si he comprendido.
Parpadea para hablarme. Cuando Dios habla a los hombres, no quiere que oigan su voz.
Eso a mí no me sorprende, como si debiera ser así, como si Dios hubiera tenido siempre una rana con un ojo totalmente redondo, inteligente, abierto de par en par… ¡Qué misericordia la suya de tener a bien ocuparse de un hombre tan digno de lastima como yo!
Es preciso que yo comprenda el lenguaje incomprensible con que se expresa con su otro ojo, parpadeando hacia los hombres. Pero eso no es asunto suyo.
Puedo igualmente considerar que ese parpadeo no tiene ningún sentido, pero su sentido radica tal vez precisamente en su ausencia de sentido.
No existen los milagros, he aquí lo que Dios me ha dicho, a mí, eternamente insatisfecho. Le hago  la pregunta:
En ese caso ¿queda aún algo por buscar?
Todo está en calma alrededor. Cae la nieve en silencio. Estoy sorprendido por esta calma. Una calma paradisíaca.
Ninguna alegría. La alegría no existe más que en relación a la tristeza.
Sólo cae la nieve.
En ese instante, no sé dónde está mi cuerpo, no sé de dónde sale este pedazo de tierra del paraíso. Escruto los alrededores.
No sé que no comprendo nada, creo que aún lo comprendo todo.
Las cosas suceden detrás de mí. Siempre hay un ojo extraño. Lo mejor es aparentar que se comprende.
Aparentar que se comprende, pero de hecho no comprender nada.
En realidad, no comprendo nada, pura y simplemente nada.
Así es.»

La Montaña del alma, Gao Xingjian Ed. Del bronce

TIERRA

imagesLas baldosas están desgastadas por años de uso, las paredes desconchadas de cansancio y humedad.  Puertas, ventanas y vigas aparecen perforadas por la labor de infinitas generaciones de insectos que han instalado allí su vivienda. Nada más entrar, mis ojos recorren estos detalles que aúllan reclamando auxilio. Y siento que no puedo negarme. No pasan ni dos horas que ya estoy firmando las escrituras que han de hacerme poseedor de la perfecta metáfora de lo desvencijado.

Con la llave de hierro rugoso abro la puerta y, ahora sí, paseo morosamente por la casa. Me empapo de la energía que exudan las paredes, del olor a cerrado, del polvo acumulado que posee la categoría de animal dormido. Pasan los días y advierto que mi relación con la casa se convierte en simbiótica. No salgo más que para lo imprescindible, sintiendo en esos momentos que la vida se me escapa. Tampoco la reformo, pese a que esa era mi idea inicial. Recorro una y otra vez las estancias, me rezago en las grietas. Busco los posos que me ayuden reconstruir su historia. No de las gentes que ahí moraron, no. Busco el alma de la casa. No me importa la humanidad. Me importan las piedras, la madera, la arcilla. Me importa el silencio enmudecido de lo que nunca pudo hablar. La casa no esgrimirá ningún alfabeto conocido por mí. Debo adivinar las claves y después pacientemente aprender a descifrarlas e interpretarlas. No tengo prisa; no temo la muerte, tampoco el fracaso.

La visceralidad me domina y guiado por esta fuerza que se asienta en mis tripas arranco con cuidado las baldosas que yacen en el suelo de la cocina. Aparecen la cal y las piedras que las sostienen. Me afano en retirar esta argamasa para arribar a la tierra. Una extraña sensación me invade, no me preocupo en entenderla ni darle sentido. Compro una pala, un pico y un balde. Primero excavo verticalmente unos dos metros, después horizontalmente. Me siento como un preso que construye un túnel que lo ha liberar. Al principio creo que busco algo, como si indagara una pista o un jeroglífico. Pero de improviso entiendo que no voy tras nada. El propósito no es otro que cavar el túnel, no oteo más horizonte que éste. Mi estado es febril. Tan sólo salgo del túnel para dormir, alimentarme y hacer mis necesidades. Una noche de sueño liviano me despierto ofuscado y me siento extranjero en la casa. Es una sensación en extremo angustiosa. Opto por dormir en el túnel. Sigo avanzando, abriendo el corredor con un diámetro mínimo, así evito salir más veces de las imprescindibles. Por la noche sueño con raíces de árbol, con todo tipo de animales que habitan este mundo que ya siento mío. Con pulso sereno tapono la entrada del túnel dejando un resquicio para que penetre el oxigeno. Me arrastro hasta el fondo de mi guarida, y una felicidad desconocida se abre paso a trompicones en mi interior. Por vez primera en mi existencia me siento seguro. La oscuridad es absoluta, no percibo diferencia alguna al cerrar y abrir los ojos. Decido sellar mis parpados y ahondo en la firmeza de lo sereno. Mi olor corporal deviene acompañante fiel. Empiezo a comer raíces e insectos: ausculto con atención y puedo oír el finísimo murmullo -psit psit- que levanta una lombriz al arrastrarse en mi reducto; la cojo con gestos leves y la llevo a mi boca, la mastico con suma lentitud y el sabor a tierra explota en mis papilas. Llego a percibir el ruido mismo de la vida en los imposibles sonidos que ejecutan las raíces al horadar la tierra. Estoy en el centro de la tierra y el mundo exterior está más y más lejano cada día que pasa. Necesito apasionadamente fundirme en la tierra. Pego mi mejilla en ella y duermo.

Josep Devesa

AÑORANZA DE LA PIEL DE GALLINA

images1I
«Vendo mi alma. Absténganse el diablo, curiosos y bromistas». A continuación un número de móvil. No soy el diablo y tampoco bromista. Soy curioso y me sentía capaz de disimularlo. Así que llamé. Saltó el contestador y sonó una voz de mujer. Le dije que me interesaba su oferta. Vocalicé cuidadosamente mi nombre y número de teléfono y colgué. Más tarde recibí una llamada suya. Nos citamos en una cafetería. Para hablar de negocios.
Llegué unos minutos antes y me aposenté en una mesa que quedaba abrigada en un rincón, desde la cual obtenía una buena perspectiva del local. Tendría unos cuarenta años, era morena y un pañuelo de seda rojo –nuestra contraseña- envolvía su cuello. Se sentó frente a mí y pidió un café. Yo estaba tenso; ella aparentaba tranquilidad. Ambos dejamos que el silencio envolviera la taza y la cucharilla que removía el azúcar. Tras un pequeño titubeo fue al grano.
– El precio son cien mil euros.
No esperaba en absoluto que fuera tan directa. Siguió:
– Por supuesto, mi alma será tuya el día en que yo me muera, nunca antes. El pago es en efectivo- añadió.
Yo escuchaba con atención, pero como en un sueño.
– Como comprenderás- dijo- no estoy dispuesta  a regatear el precio de mi alma. Por otra parte, no quiero saber cuáles son las razones de tu compra.

Deduje que no era el primero en negociar con ella. A saber cuántos curiosos como yo ya atendió. Escogí bien mis palabras, quería cualquier cosa menos su desconfianza, y le expuse:
– Supongo que imaginas que es una compra que en mi vida pensé hacer.
Me miro y asintió. Seguí:
– Ni siquiera estoy convencido de la existencia del  alma.
– Te entiendo -terció- pero debes saber que si yo tuviera tal certeza, el precio sería muy superior, tal vez ni siquiera la vendería.
Me pareció razonable, era una mujer con sentido común. Me gustó. Me di cuenta que el encuentro tocaba a su fin y ya empezaba a añorarla.
– En caso de existir, claro, ¿Puedes darme alguna pista de cómo es tu alma? – me atreví a preguntar.
Me miró fijamente a los ojos y silabeó:
– Aquí la tienes.
En mi interior se revolvieron la suspicacia de que me estuviera tomando el pelo y la extraña sensación de estar observando el fondo de un pozo desde el brocal.

Los días siguientes quedaron recubiertos de una pátina cuyos ingredientes eran la duda y la incomodidad. La prudencia repetía una y otra vez “¿para qué demonios quieres un alma de propiedad para toda la eternidad?”. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ello.
Cedí a la evidencia: Guadalupe había colonizado mi pensamiento. La cité en mi casa y le entregué el dinero. Ella parecía turbada y frágil. Hablamos poco, pero entreví una rendija para invitarla al cine. Rechazó la cita con una determinación inesperada. Solicitó mi correo electrónico y me dijo que cada mes me llegaría un mail suyo.
– Si un mes no te llega, significa que ya está a tu disposición- remató.
Ya en la puerta, me exigió que jamás me pusiera en contacto con ella.
Con cadencia maquinal recibía mensualmente la notificación de Guadalupe que certificaba su presencia en el mundo de los vivos. Llegaban incluso cuando yo ya no era capaz de leerlos, pues fallecí al poco tiempo, víctima de un accidente.

II
Nevaba y los copos me atravesaban; me movía y no dejaba huella tras de mí. Un estado de arrobamiento perenne era mi divisa. Las migraciones son eventos que las almas tenemos incorporadas en nuestro ADN, así que, al expirar el cuerpo que nos sostiene, iniciamos un largo recorrido a otros mundos; no me pregunten a dónde, cómo, ni por qué, puesto que, además de no saberlo, es algo que no tiene la menor importancia. Escabullí mi destino y mi éxodo no me llevó a otro lugar que a la casa de Guadalupe. Era el lugar adecuado donde esperar su muerte. Deambulaba por los alrededores, me detenía frente a una planta y observaba cómo crecía el tallo que más tarde sostendría una flor, la cual, tras un fugitivo esplendor, comenzaría su ocaso. Quietamente observaba durante semanas y meses dicha transformación. El tiempo es algo inexistente para las almas, un segundo no es muy distinto a un año o mil años. Otras veces me instalaba en el porche de su casa para verla en sus idas y venidas. Fueron años de contemplación, de espera sin asomo de urgencia.

Captaba el paso del tiempo en su rostro afilado y en su cuerpo enjuto que se encorvaba. Una tarde al pasar por mi lado se paró sin pararse y dijo, dirigiendo su mirada adonde yo me hallaba, ya falta poco. Raras cosas son capaces de asombrar a un alma, una de ellas es ser vista. Eso es lo que descubrí en ese momento: sabía de mí, me habló y yo deseé tener un traje de carne para sentir la piel de gallina.
Tardó poco más de una semana en estar a mi lado, abandonada por su cuerpo.  Allí estábamos uno al lado del otro, parecíamos dos aprendices de la vida de las almas, pero era una falsa impresión puesto que no hay misterios para las almas, por la sencilla razón de que no nos interesan las preguntas. Partimos; juntos iniciamos la migración, suave, fluida, silenciosa.

Sucedió de improviso, con la enjundia de lo obvio. De lo casual a la par que previsible, como la noche que sigue al día. Yo lo supe antes que ella, desde el día de mi muerte. Lo mismo que descubrió ella en la suya: los enredos y los trueques de la vida carnal, son poco más que eso, componendas que visten, distraen o dan sentido al devenir; que acompañan el aleteo de los parpados hasta su descanso definitivo. Ambos compartíamos ese conocimiento. Y llegado el momento, ella decantó su recorrido para seguir su camino en solitario. Me quedé solo. Así es: las almas también estamos solas; y de nuevo deseé recuperar por un momento mi envoltura de carne para echarme un trago entre pecho y espalda. Me senté en un recodo de la eternidad y miré muy a lo lejos el sol que había calentado mis huesos. Decidí demorarme unos eones para ver declinar lentamente su fulgor; para presenciar cómo quedamente se apaga y emerge la piedra oscura que ha cobijado sus llamas.

Josep Devesa

ESCRIBIR Y/O LEER

llibre_Jeannette WoitzikGracias a la insistencia de Inés Martínez, todos los miembros del equipo acabamos leyendo el libro autobiográfico de Juan José Millás “El mundo”. Un libro muy recomendable, delicioso, tierno y duro al mismo tiempo Y con el sentido del humor tan peculiar de J. J. Millas. En sus primeras páginas aparece un recuerdo relacionado con su padre, inventor de aparatos de electromedicina. Millás describe como su padre le muestra un bisturí eléctrico que está probando. Mientras lo aplica a un  filete de vaca le explica, la peculiaridad del artilugio, que  consiste en que “cauteriza la herida en el momento mismo de producirla”. Millás comprendió que, como el bisturí, la escritura cicatriza las heridas en el mismo instante de abrirlas. De alguna manera este es el leiv motiv del libro, que se abre paso a través de recuerdos, reconstruyendo sus primeros años de vida.
Otro autor, Tom Spanbauer, declaraba que escribía porque “No se puede hablar y llorar al mismo tiempo”.
Ambos, cada uno a su manera, enfatizan los efectos que sobre ellos producen el acto de escribir. Una declaración íntima, que sugiere una cierta liberación y/o curación. Un bien colateral que deseo resaltar, es lo que supone leer a un autor que en cierto estado de gracia, intenta lidiar con sus demonios, su dolor o que simplemente quiere compartir aquello que fue, a la postre, su aprendizaje vital. Son lecturas que no tienen nada que ver con los cánones de los libros de autoayuda, pues no pretenden ofrecer algún tipo de lección, ayuda o guía, pero que tienen la virtud de percutir en la interioridad del lector, de pulsar cuerdas llenas de polvo u olvido. Y, en el mejor de los casos, ponerle palabras (y comprensión) a sensaciones y sentimientos, que en su momento quedaron relegados en el cajón de lo enigmático, de lo intrascendente o lo inquietante.

Dejo una pequeña lista de algunos que, para mí, encajan en este tipo de lectura.

La hija de la amante, A. M. Homes, Ed. Anagrama La autora, cuya adopción fue apalabrada antes de que naciera, relata sus vivencias a partir de empezar la investigación para saber de sus cuatro padres/madres biológicos y de sus familias.

La invención de la soledad, Paul Auster, Ed. Anagrama P. Auster inicia este libro cuando muere su padre. En él evoca la relación con su padre, no siempre fácil, e investiga la historia de su familia.

Gracia y coraje, Ken Wilber, Ed. Kairós En este libro Wilber comparte sus vivencias y reflexiones mientras acompaña a su esposa Treya, que padeció un cáncer.

¿Quién soy yo?, Yi-Tu Tuan, Ed. Melusina
El mundo, Juan José Millás, Ed. Planeta
Eramos unos niños, Patti Smith, Ed. Lumén
Estos tres títulos son autobiográficos. Todos ellos de una sensibilidad exquisita y de un gran nivel de sinceridad y transparencia. Son libros generosos, que sin pretenderlo ofrecen múltiples espejos en los que observar y observarnos.

Cosas que los nietos deberían saber, Mark Oliver Everett Ed. Blackie books Este libro también es autobiográfico, además de contarnos su iniciación y periplo en el mundo de la música, tiene la particularidad de abrir su corazón y compartir sus sentimientos, sin dramatismos, en las múltiples pérdidas (su madre, su única hermana, su tía, su padre, hasta quedarse solo), que vivió en un corto espacio de tiempo.

El año del pensamiento mágico, Joan Didion, Ed. Global rhythm
Un home de paraula Imma Monsó, Ed. La magrana
Las autoras de estos dos títulos comparten una dura experiencia vital: la muerte inesperada de sus respectivas parejas. I. Monsó recontruye la singular personalidad del que fue su marido y ofrece una suerte de tratado del duelo a base de humor y vitalidad. J. Didion escribe un libro duro, en el que intenta encontrar sentido a sus vivencias posteriores a la muerte de su marido y en el que reflexiona sobre la precariedad de la cordura.

Una cuestión personal, Kenzaburo Oe, Ed. Anagrama En este caso se trata de una novela con tintes autobiográficos (Kenzaburo Oe tiene un hijo que sufre hidrocefalia). El protagonista ve removida profundamente su monótona vida con la llegada de un hijo que padece una hernia cerebral que lo condena a una vida vegetal. La novela narra los tres días y noches siguientes al nacimiento de su hijo. Una narración dura y sin concesiones.

Una mente inquieta, Kay Redfield Jamison, Ed. Tusquets K. Redfield, psicóloga y profesora de psiquiatría, aborda el trastorno maniaco-depresiva en primera persona, contando su propia experiencia de enferma maniaco-depresiva.

Si tienes alguna sugerencia, no dudes en compartirla.

El dibujo de la entrada es obra de Jeannette Woitzik

 

Poesía y Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC)

En el Youtube que viene a continuación aparece el poeta Neil Hilnborn. La grabación corresponde a un recital de poesía, en el cual lee un poema suyo. Es un poema de amor. Impresiona su pasión, su actitud. Su determinación al mostrar un pedazo de sus vivencias. Los diversos giros de los versos destilan amor y dolor casi a partes iguales. Neil Hilborn es poeta y sufre un TOC.

La característica principal del Trastorno Obsesivo Compulsivo -TOC- consiste en la presencia de pensamientos obsesivos y actos compulsivos recurrentes. En lo que se refiere a los pensamientos obsesivos, se trata de ideas, o imágenes así como impulsos mentales que invaden la actividad cognitiva de la persona. Las compulsiones, a su vez, son actos o rituales que, de forma estereotipada, se repiten una y otra vez. Se trata, pues, de un trastorno que contiene un factor cognitivo, las obsesiones; y un factor conductual, las compulsiones.
Las obsesiones acostumbran a ser siempre desagradables, viviéndose como propias a pesar de ser involuntarias. Las compulsiones son el motor y la consecuencia de las ideas obsesivas.

Es un trastorno mucho más extendido de lo que se supone (se calcula que en España hay en la actualidad alrededor de un millón de afectados). Pero, como pasa en otros tantos trastornos de origen mental, se habla poco del mismo. Esta cuestión puede generar un malestar añadido, puesto que a la persona afectada se le suma al sufrimiento intrínseco que implica la enfermedad en sí, la idea de ser un bicho raro. Este hecho puede propiciar el ocultamiento de la misma, pudiendo generar una sensación de soledad desoladora, así como la dificultad de pedir ayuda profesional.

 

DECIDIR

margarita-deshojadaA lo largo de nuestra vida no dejamos de tomar decisiones. Las hay de cotidianas y simples que, por diáfanas, no suponen conflicto alguno. Otras, sin embargo, entran en la órbita de lo complejo o lo excepcional y son de resultado incierto; o bien resuelven una cuestión, creando a su vez una nueva incertidumbre.
Decisiones tales como un cambio de trabajo, la separación de una pareja, la elección de unos estudios, la creación o el cese de un negocio, un cambio de residencia, etc. suelen provocar ansiedad. Generalmente se trata de una ansiedad funcional, necesaria, que nos pone las pilas y facilita el movimiento hacia la resolución. En otras ocasiones esta ansiedad adquiere tal dimensión que desemboca en angustia y, en lugar de facilitar el movimiento, actúa en su detrimento, bloqueándolo. Para entender un poco más las causas de esta angustia y temor merece la pena contemplar dos aspectos que, seamos o no conscientes de ellos, forman parte intrínseca del engranaje de cualquier elección.

Abraham Maslow, uno de los fundadores de la Psicología Humanista, sostenía que los seres humanos poseemos, entre otras, la tendencia a la auto realización (la elección de las opciones que, básicamente, nos vinculan con la satisfacción y el desarrollo) y la tendencia a la conservación (donde prima la opción que da seguridad, aquello que sentimos que preserva nuestra integridad). Estas dos tendencias se pueden visualizar como dos fuerzas que jalan en direcciones opuestas, pues generalmente el “sí” y el “no” se asocian a una u otra tendencia. Conviene verlas como las dos caras de una misma moneda. De ahí que represente una falacia demorar la decisión en espera de que sólo uno de ellas esté presente, pues si así lo hiciéramos, sea cual sea la decisión que al final se tome, algo en nosotros se resentirá.

El segundo aspecto tiene que ver con el hecho de que cualquier sí (o cualquier no) incluye su contrario: escoger implica necesariamente renunciar a algo. Esta ecuación tan simple tiene profundas implicaciones. Todos sabemos que como seres humanos somos limitados, que nuestro esplendido potencial humano tiene algunas coordenadas muy obvias: somos finitos y no podemos estar en dos sitios al mismo tiempo, entre otras. Usualmente, hacemos todo lo posible para soslayar esta condición. Enfrentar una decisión de cierto calibre significa confrontar esta realidad. Supone abandonar la sensación de ser especiales. Todos nosotros podemos mirar como es ahora mismo nuestra vida y hacer el ejercicio de trazar otras vidas que fueron posibles y que no elegimos. Cabe decir que eso mismo está sucediendo ahora: estamos viviendo algo y por ende estamos dejando de vivir otra cosa. Poner la lupa en esta realidad nos acerca a la consciencia de la pérdida; además de situarnos en el escenario de la falta, en el cual la libertad no es sinónimo de omnipotencia sino de responsabilidad.

Aristóteles nombraba la triste muerte de hambre de un perro incapaz de optar entre dos pedazos de carne, igualmente apetecibles; y en la edad media se forjó la paradoja del asno de Buridán, el cual muere de sed al no poder elegir entre un montón de avena y un cubo de agua. Hallarse ante una decisión y no escatimarnos ante ella convoca la responsabilidad, la libertad, el deseo, el miedo, la renuncia, el vacío… Convoca la vida y la muerte. No es mi intención dotar ese momento de un aura dramática o trascendental, lo que quiero transmitir es hasta qué punto a través de nuestras decisiones se ponen en juego emociones, sentimientos y pensamientos que, si no son rehuidos, dotan a la elección ulterior de mayor hondura. Y, en el mejor de los casos, proporcionan un espejo donde poder mirarnos a los ojos y percibir vívidamente, aunque que sea de reojo, la grandeza y la pequeñez de nuestra condición humana.

De mudo a ciego

Hasta hace unas semanas sufría un extraño fenómeno de mudez: me era imposible pronunciar una frase acerca de sentimientos, de necesidades o gustos cuando esta se refería a mí. Tal dificultad me martirizó toda mi vida, sufrí burlas y mi vida social fue una ruina. En la adolescencia era el perfecto bicho raro. Me era imposible decir ni tan siquiera «Tengo calor» o «Qué rica comida». Es más, ante una pregunta tan simple como «¿Te gustó la película?» no podía contestar un simple «Sí» Lo solventaba con expresiones absolutamente fuera de lugar. La maestra me preguntaba «¿Has estudiado?» mi respuesta podía ser «Hoy hace sol». Si alguno de los pocos amigos de que pude disfrutar en cortos espacios de tiempo me proponía salir, respondía: «Los ríos tienen afluentes».

Hace unos años mi vida cambió. Fue en la boda de mi hermana. Bebí más de la cuenta y después, un poco ebrio, estuve bailando con una amiga suya. Ya de madrugada me propuso que la acompañara, sin tiempo para responder me cogió de la mano, me condujo a su coche y me llevo a su casa. Allí me susurró: «Hagamos el amor». Asustado, atiné a responder «El suelo es de parquet» Me miró sorprendida pero no por eso dejamos de ir a la cama. Yo seguía con mi mutismo imposible; en el momento del orgasmo no pude contenerme y musité «Esta cama es de pino». Concha, así se llama, tuvo el suyo tronchándose de risa, por suerte. Así perdí mi virginidad y empezó nuestra relación. Mi mudez no fue impedimento alguno, al contrario: a Concha le hechizaba. Y pasando el tiempo ella se contagió y al final enmudeció exactamente como yo. Entre nosotros se daban diálogos surrealistas. A todo ello, conviene señalar que la intimidad, la confianza y el conocimiento obraron un pequeño milagro. Ya que a pesar de lo alejadas que las conversaciones estaban de nuestros sentimientos, nos entendíamos con suma facilidad.

Hace unas semanas me llamó al móvil. Dijo: «Acaba de pasar un camión de bomberos». «Se acerca la primavera» contesté. En cuanto pude fui veloz a casa. Me abrió la puerta vestida con su conjunto de encaje rojo, tal como yo esperaba. Nos abrazamos y al besarnos me escuché decirle: «Me encantas…», no sé cual resorte lo indujo. Increíble. Me quedé transpuesto mientras ella me miraba asombrada. Y acto seguido me explotó un chorro de palabras: «Te amo mi vida, te amo. Tienes unos ojos preciosos…». Era como un río desbordado. Concha emocionada me respondía a modo de cuña cuando yo recuperaba el aliento, y me decía cosas tales como «El Volga es un río caudaloso», «La luz de la luna se ondula en el mar», «En Holanda se cultivan tulipanes de todos los colores».

Sobrevino un silencio colmado y delicado; le propuse ir a pasear, qué placer decirle «Me apetece pasear contigo». Respondió: «Las hojas de los árboles se mecen al viento». Ya en la calle, y con infinito cariño, le señalé que conviene expresar nuestros sentimientos «Creo que es lo más hermoso» dictaminé. Le rogué que hiciera un esfuerzo. Le mostré mi necesidad: «Dime cómo te sientes, mi amor». Reposó en mí su profunda mirada y dijo «¡Cuánta agua hay en el mar!». «Concha -le contesté suavemente- necesito saber tus sentimientos». Empezó a llorar… «Eso, ¿qué sientes?». «En el polo norte pueden llegar a más de 40 grados bajo cero» me respondió. Me callé. Me sentí frustrado y un poco enfadado.

Cada vez que le he insistido en la importancia de la comunicación, los sentimientos y su expresión, llora, se enfada y me responde con evasivas «El agua de lluvia se encharca», Con obviedades «¡Los amantes se aman!» Me desespera. Hoy corté la relación. Insistí nuevamente en sus carencias y le expresé mi sentir. Le supliqué. Se quedó sin palabras. Y me fui. Al alejarme, gritó «Hace millones de años cayó un meteorito que acabó con los dinosaurios; parece ser que el sol estuvo años sin brillar». ¡Vaya estupidez! pensé.

Josep Devesa (2012)

Las lágrimas de Luisa

«Qué bien llora la niña», pensó la madre. El sol calentaba el empedrado del patio, las cigarras rasgaban el silencio y aleteando en ese mantra veraniego el llanto de la pequeña Luisa. El sonido que salía de la garganta de la pequeña le recordaba a Bach, tenía musicalidad, melodía, fervor; observó su cara y era poesía. Quedó subyugada. El padre apareció en el umbral de la puerta para saber del desconsuelo de la hija. Su esposa le susurró «Qué maravilla de llanto ¿no?». Él escuchó con atención y no le quedó otra que asentir. Quedaron embargados hasta que calló por sí sola. Entonces el sentimiento de culpa les impulsó a besarla y acariciarla hasta el cansancio. Ese suceso marco el inicio de una vida marcada por el lloro. Cuántas veces no se desgañitó vanamente Luisa en busca de consuelo rodeada de familia y vecinos que se rendían ante la preciosidad y matices de sus sollozos. Ofrecía recitales con hipadas, berreos y gimoteos a un grupo de admiradores fieles, que llegaban a romper en aplausos cuando agotada callaba.

Luisa creció rehén de su arte, que era esquivo, pues no siempre tenía argumentos para llorar. Se aplicó con pasión para lograr ser dueña de su virtuosismo y a fe de dios que lo consiguió. Pasados los veinte años lograba llorar a placer en cualquier situación. Tal habilidad le proporcionó gran poder, sobre todo con los hombres, que eran su máximo interés. Su número preferido era llorar mientras hacían el amor. Para ellos era el éxtasis, no atinaban a adivinar qué les pasaba y caían rendidos.

Sin embargo, después de años sin consuelo, la llama de la venganza brotó en su interior. Y sucedió que cuando los hombres estaban subyugados, los rechazaba vehementemente dejándolos con el alma cuarteada. Rítmicamente la vida cobró sentido y sus penalidades aparecían borrosas en el horizonte de sus recuerdos. Se sentía gustosamente malévola. Cuando visitaba a su familia se mostraba estúpidamente risueña. Les negaba cualquier trazo de llanto y estos la maltrataban y ridiculizaban, inventando mil tretas para arrancarle una lágrima.

Cuando su motivación flaqueaba sacaba la baraja de los recuerdos y elegía una carta al azar: aquella que hablaba de la demora en llevarla al dentista para alargar ese gemido sufriente, corporal y glorioso; o la que mostraba las grietas de su inocencia, cuando se le anunciaba de manera solemne «Luisa, el gatito ha muerto» y la familia entera escuchaba con devoción el llanto que evocaba los cuartetos de Beethoven. Mientras, Michifu maullaba encerrado en el armario.

La vida continúa y dicen que nunca vuelve uno a bañarse en la misma agua. Incluso el odio tiende desfibrarse y el molesto goteo de un grifo puede convertirse en contrapunto e inspiración del sueño. Así, el rencor dio paso a un resentimiento lejano y arenoso. La baraja del horror reposaba en la cómoda entre la ropa interior; y la venganza por usada tenía los cantos romos. Se sentía hueca. En raros momentos de lucidez, reconocía la necesidad de un poco de comprensión para enfrentar su existencia con la certeza de que no todo había sido en vano. Necesitaba una mirada de compasión que no estuviera teñida del embeleso, de la gula, del deseo feroz de sus lágrimas.

Envejeció con caricias de nieve y las arrugas imprimieron un sello de acero a sus pupilas acuosas. Por eso cuando la muerte fue en su busca, al hallarse frente a Luisa quedó perturbada al atisbar su rostro de sal. Tan conmovida estaba, que antes de girar la llave del destino le ofreció un hombro en el que llorar. Luisa sabía con quien se las tenía, con aprensión soltó algún candado y dejo fluir algunas lágrimas. Al sentirse arropada en sus brazos, aflojó el último cabo y se entregó al dolor. Gracias al consuelo, por primera vez pudo escuchar en el eco de propio su llanto la música agazapada, la caricia de terciopelo; la leve brisa que la acompañaba hacia su tránsito final. Y esa escucha la derivó irremisible al interior de su coraza donde notó un corazón famélico. Una lágrima se deslizó suave por un ventrículo y se demoró el tiempo necesario para brindarle la pizca de sentido que anhelaba; intuir su corazón melodioso fue suficiente.

Josep Devesa

Pinceladas sobre la autoestima

Estamos en un momento álgido en lo que a la psicología se refiere. Páginas en diversos tipos de publicaciones, programas de radio y televisión… El crecimiento personal, la autoayuda, están a la orden del día. No es extraño, pues estamos inmersos en tiempos en los que la rapidez, la aceleración, el individualismo y el cambio -en las relaciones, los trabajos…- generan gran incertidumbre. Cuando creemos alcanzar algo, simplemente constatamos que estamos en la casilla de salida del próximo movimiento, sin casi tiempo de aprehender aquello que somos o tenemos. Sumado a ello, cada vez más faltan referentes, cada época ha tenido alguno: ser buena persona, que era, más o menos, ser buen cristiano; o un buen trabajador; un luchador social o ser un idealista dispuesto a cambiar el mundo, entre otros… En la actualidad el referente es, se tú mismo; pásatelo bien en la versión ¡exprime la vida! Y para ello parece ser fundamental tener alta autoestima. Y es justamente en este concepto donde asentaré el escrito para el programa de este año. Es un concepto que a priori parece diáfano; suelo constatar, sin embargo, que tal claridad lo es solo en apariencia. Ciertamente, a menudo asoma como un cajón de sastre en que cada cual escoge aquello que más le resuena o conviene.

Pasa, a veces, que se confunde la autoestima con tener una alta opinión de uno mismo. Es decir, que para alcanzarla se debe tener muy presente todas aquellas virtudes que se poseen, además de intentar orillar de la consciencia los aspectos que a partir del consenso social se consideran negativos. Este ejercicio se puede realizar burda o sutilmente. Usualmente se debe dedicar mucho tiempo a recordarse lo guapo e inteligente que se es (para así quererse) ejercitando hacia fuera (las personas con las que nos relacionamos), pero sobretodo hacia dentro (en el fondo es a nosotros mismos a quien queremos convencer); es una suerte de pavoneo que a la larga resulta agotador. El gasto de energía es considerable ya que subyacen dos tareas, la de amplificar lo “más” a la vez que enviar al fondo del armario lo “menos”. Esta forma de proceder muchas veces convoca una actitud empapada de un porque yo lo valgo (al ultranza); o un yo soy así… ¿qué pasa? antesala de una autoindulgencia que linda con el egotismo o el narcisismo.

Y creo que, en el fondo, la autoestima no es otra cosa que tratarse amorosamente. Versión que siento más ajustada, y que recorre un sendero alejado del simple reconocimiento de aquello positivo que pueda haber en mí. Esta concepción implica tres elementos entrelazados que conforman un suelo firme en el que apoyarse. El fundamental es el autoconocimiento. Si nos aplicamos seria y rigurosamente a saber de nosotros, hallaremos aspectos ciertamente virtuosos, así como otros, generalmente relacionados con el carácter, que pueden resultar francamente ásperos, rígidos… desagradables en definitiva. Esta mirada no concibe aquello que vivo o soy como algo que me pasa, más bien incluye que uno se responsabilice como parte activa en lo que me pasa, o lo que vivo, sufro o que hace sufrir; es decir, es algo que hago. El otro punto es la aceptación. No pelearse, tampoco negar esos aspectos que usualmente calificamos de “negativos”. Una aceptación a través de la cual neutralizo el juicio devastador por ser como soy; pero que, atención, también va más allá de la autoindulgencia defensiva antes nombraba (yo soy así, ¿Qué pasa?).

En el fondo, la autoestima es un acto básicamente íntimo; diría que si se pregona es que algo falla. En su ADN se adivina una compasión, en absoluto sentimental, por la pequeñez humana; pequeñez que no está reñida con la grandeza, ni la dignidad; sino que más bien que le otorga su justo valor. Tiene que ver, en esencia, con la aguda percepción de los límites de la condición humana; y con la curiosidad y la querencia de todas aquellas virtudes que también nos caracterizan: la solidaridad, el arte, la entrega, entre, afortunadamente, otras muchas.

Josep Devesa (Mayo 2010)