En torno al saber interno

Como decíamos en la introducción, AULA plasma el sentido que nos identifica de ser un lugar al que se acude en busca de un saber. En este caso se trata de un saber interno. La inscripción «Conócete a ti mismo y conocerás a Dios», en la puerta de entrada al templo de Tebas, apunta a una fuente interna de máximo conocimiento. El modo de acceso al mismo y el objeto de conocimiento que se pretende conseguir son definidos de manera diferente por cada sistema de pensamiento o enfoque que comparten el interés por dicha fuente de conocimiento.

Nuestro modo de acceso a este lugar interno de saber -que más que buscarse se encuentra- pasa por saborear, identificarse y apropiarse de lo que uno siente, hace y piensa. Es relevante la importancia que le damos a la concienciación de las propias emociones y a la experiencia de la expresión de las mismas. Dicha expresión es liberadora e integradora cuando se hace atendiendo tanto los pensamientos, recuerdos, imágenes… que van apareciendo, como cuando el paciente puede ir registrando, dando espacio y siguiendo aquellas sensaciones corporales que irán abriendo nuevos espacios internos no alumbrados por la conciencia. Se trata pues de una apertura a uno mismo que incluye el aprendizaje de dejarse llevar y dejarse sorprender por la propia existencia.

Hablamos de proceso de curación, de proceso de terapia, refiriéndonos al recorrido que cada uno, como paciente, hace al iniciar y proseguir el viaje de saber de sí. Es un proceso que alude a la aventura de desmentirse, de desenmascararse y de reconocerse. Desmentirse es desentrañar la falsedad de la propia cosmovisión, de la manera que uno tiene de entender el mundo y, por lo tanto, también de entenderse a sí mismo.

La sintomatología y la angustia son mantenidas por comportamientos automáticos, en gran parte inconscientes, que se apoyan en lo que Claudio Naranjo llama «Ideas Locas». Afirmaciones «tragadas» de nuestros progenitores e ídolos -no ajustadas a nuestras necesidades y a nuestra realidad- y conclusiones que en su momento nos fueron útiles para capear una situación determinada -que nunca es igual a la situación actual- agrandan, entre otros factores, nuestra distorsión perceptual. Estas rigideces mentales y comportamentales impiden que podamos percibir desde diversos puntos de vista y también impiden que podamos interactuar con los demás y con el entorno de forma suficientemente creativa.

La apertura a ese lugar de saber interno, desde donde posicionarse mejor en relación a la propia vida, pasa -como dije- por la vía de identificarse con la propia experiencia. Quien acude a nosotros viene tanto con el deseo de saber y de cambiar como con la resistencia a modificar su punto de vista y con la reticencia a entregarse a su propia vida. Buena parte del proceso terapéutico es dedicado a experienciar la autoría y la mecánica de tales evitaciones pudiendo así acercarse, poco a poco, a aquello rehuido. Evitamos hasta la negación aquello que no cuadra con nuestra autoimagen y aquello que tememos que nos pueda destruir como -entre otros- el dolor (que convertimos en sufrimiento), la vulnerabilidad (que no el victimismo) y el vacío.

Es precisamente el destaponamiento del acceso al vacío, el que nos permite ir acercándonos al «punto 0» del que hablaba Frielander. El «punto 0» es aquel lugar interno desde donde podemos concebir cualquiera de los desarrollos opuestos de una vivencia o de un acontecimiento dado, incluyendo, también, lo que recibimos como «palos» de la vida. Allí, en ese «punto 0», es donde puede operarse el cambio del punto de vista subjetivo. El acceso al vacío es necesario para dejarnos ser mas allá de como supuestamente tendríamos que ser; y para dejar ser, al otro, mas allá de lo que esperamos de él y de lo que pretendemos que sea. Es un espacio necesario para enriquecernos con el estar y con las interacciones que realizamos en nuestra cotidianidad.

Cristina Nadal (2001)

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