A eso de las seis de la tarde con mi sobrino

Mi sobrino está preguntón: por qué esto, por qué lo otro. Todas y cada una de mis respuestas le parecen incompletas y son la simple lanzadera de su próxima pregunta. Cuando mi ánimo flaquea deslizo algún tema de su interés, (los Gormitis, los coches…) a la espera extraviar su atención.

Ayer, me preguntó de corrido, “¿por qué en estas revistas (de psicología y crecimiento personal) siempre salen fotos del mar, de lagos, columpios, embarcaderos, puestas de sol; y las señoras y señores son tan guapos y sonríen todo el rato?”. Me pilló desprevenido, es algo que nunca he entendido, pero improvisé “supongo que intentan transmitir que vivir puede ser maravilloso” Contraatacó: “¿pues por qué no salen coches?”. “Bueno, –contesté- salen bicicletas bonitas”. Quedó pensativo y continuó: “Pep, la gente que sale en esas revistas ¿existe de verdad?” Me armé de valor dispuesto a escatimar un algo de su inocencia “existen, pero están retocados”. Respondió que su madre también le tocaba… (momento confuso); “no, es otra cosa ¿Te has fijado que nunca tienen granos, ni arrugas, que su piel es lisa y su cuerpo perfecto? pues es porqué con un programa de ordenador -el photoshop- los manipulan y consiguen dejarlos de foto”. Al quite, dijo rápido “¿como cuando limpiamos la casa?”, “algo parecido, sí”. La cosa había llegado a un punto de comprensión. Y siguió: “¿y yo puedo retocarme con eso?”; “¿para qué?”; me explicó que si fuera más alto sería mejor futbolista. Vaya lio. Además, soltó: “y tú podrías quitarte la cicatriz de la cara”, no me esperaba ese ataque. “Oye tú” -empecé- me cortó con otro interrogante: “Pep, tú tienes un photoshop de esos en la consulta, ¿no?”. Yo me puse a la defensiva y le dije que en la consulta no quitaba granos ni modelaba cuerpos y algo más que no recuerdo. Contrariado, me contó que ya lo sabía, que se refería a uno para el alma. Toma ya. Aquí el oficio de tío adquiere otra dimensión. Con la excusa de un pipí, fui a sentarme en la taza del wáter a meditar. Volví al sofá donde seguía expectante y, con la voz más cariñosa de la que fui capaz, le contesté que no tenía photoshop para el alma; vi en sus ojos la decepción, me mantuve firme y, más suavemente, le anuncié que no existían. Y que todos tenemos cicatrices, granos, incluso celulitis en el alma. “¿Por qué es así?” inquirió.

Imaginé el alma como ese lugar simbólico (o no, quién sabe) donde el devenir va dejando trazos; donde confluyen los posos de experiencias y emociones; el lugar interno al que giramos la vista, cuando la confusión o el dolor nos atenaza, en busca de ayuda o un poco de claridad. Afortunadamente, pensé, ese lugar está lleno de heridas, es justo allí por donde se cuela la luz.
Estaba a punto de soltar mi sermón, cuando incrustó otra pregunta: “pero, si no tienes esa máquina, ¿qué haces?”. Me sentí sitiado, tenía dos cuestiones guardando turno, así que contesté rápido “intento acompañar a las personas cuando el dolor les apremia; o cuando se sienten confusas y no entienden cómo pueden sentir lo que sienten o pensar lo que piensan. A veces el desconsuelo nubla la vista y entonces uno se puede transformar en un conejo miedoso, un brujo malo, una roca dura, o quién sabe. ¿Y sabes? las muescas del cuerpo y el alma acostumbran a ser puntos de apoyo; hendiduras donde detenerse e intentar apreciar lo incomprensible. Tal vez, en el fondo, mi único trabajo es ayudar a dejar de lado el photoshop del alma para poder ver lo que hay de verdad, no lo que nos gustaría ver. Tú ya me entiendes, ¿no?”. “No… pero si fuera terapeuta tendría una máquina para que salieran guapos”, me espetó. Cambié de rol y pregunté “¿por qué?”, “porqué sí”. Enseguida dijo “otra cosa…”, aquí utilice la estrategia antes referida y le colé: “espera, a ti quién te gusta más ¿Hamilton o Alonso?” “Vettel, ¿y a ti?”. ¡Bingo!, volvió a funcionar.

Josep Devesa (2009)

Iniciar terapia

Al plantearse hacer una terapia aparecen diversos aspectos sensibles. Me parece interesante, además de práctico, deslizar unas cuantas reflexiones que entiendo pueden resultar de cierta utilidad en ese momento.

Cabe precisar que cuando eso sucede, significa que se está decidiendo pedir ayuda. Empecemos diciendo que no para todos es fácil por igual. Pedir ayuda puede representar, por ejemplo, asumir un “no puedo solo” que puede resultar vergonzoso, incluso humillante. Si bien ya queda lejos ese cliché que relacionaba hacer terapia con ir al loquero, resulta que estamos inmersos en una dinámica en la que prevalece el triunfo y sus derivados como aquello que valida y evalúa la excelencia personal; por no hablar de la social, que está mucho más mediatizada. Creo que es necesario reconocer de una vez que, en la mayor parte de los casos, hacer terapia requiere, paradójicamente, de una buena dosis de coraje.

Una vez se atraviesa esa posible primera dificultad, aparece otra no menos substancial: mostrarme. Mostrarme ante una persona a la que no conozco, de la que no sé nada; quizás en el mejor de los casos dispongo de alguna referencia. Como decía, me hallo en la situación de revelar eso que me pasa, mi conflicto o dificultad. Es decir, lo que no sé o lo que no puedo. Dónde estoy perdido y no me encuentro… o lo que sea pertinente. No queda otra que desenmascararse y descubrir lo blandengue, estúpido, manipulador, mentiroso, necesitado, solitario… o muchas otras miserias –o lo que se suele considerar miserias- que puedo llegar a ser, sentir o hacer. Dependiendo del carácter de cada cual eso supondrá un aprieto más o menos intenso. Claro que para este tránsito uno puede recurrir a un ejercicio exhibicionista, una trabajada seducción, pero lo más usual es que signifique un trance más cercano a la intimidad, el dolor, el pudor…  En ocasiones el simple acto en sí se muda en bálsamo. En otras, hay más matices; por ejemplo, puede consistir en un juego entre luces y sombras en el que se intenta que nombrando las luces se atenúen las sombras o al revés… O bien, puede que resulte más elocuente lo que se calla que lo que se dice.

Lo irrefutable es que si uno intenta, ya que está, mostrarse honestamente, eso lo lleva a sentir una profunda vulnerabilidad -no siempre fácil, ni siempre el primer día- que resulta ser un buen punto de partida.

Con estas ideas cazadas al vuelo estoy intentando transmitir que, en el momento de decidir y empezar una terapia, son muchos los elementos que aparecen que van más allá del síntoma que me lleva a terapia y que, ciertamente, pueden –suelen- tener relación directa con el síntoma que me acompaña. Obviamente, estos elementos pueden –deben, si me apuran- ser muy aprovechables en el proceso terapéutico. Entendámonos: la terapia empieza justo en el momento en que uno decide hacerla, no en el momento en que uno pisa la consulta. Y todo eso que experimento ya deviene un buen espejo en el que mirarme.

La terapia es (sólo) lo que es. Valga esta somera frase para iniciar una última reflexión, ésta sobre el alcance y los límites de la terapia. Quiero referirme a lo que podría denominarse “idealización de la terapia”. Tal vez, para encuadrar el asunto, conviene decir que, a grandes trazos, entiendo que la terapia se asienta en dos vías de trabajo. Por un lado, apunta a la posibilidad de lograr un auto-apoyo que me permita manejarme mejor en las situaciones en las que me siento abrumado y no consigo manejar o resolver. Y, por otra parte, de fondo el asunto es tender a ese conocimiento de sí que posibilite desarrollar las potencialidades y asumir y sostener mis límites. Me parece necesario apuntar una obviedad para hablar de este punto que entiendo cardinal: la idea o ilusión de que el conocimiento de sí, el crecimiento personal, lleva emparejado una suerte de sabiduría que me librará del dolor y conflicto inherente de la vida. Dicho de forma más precisa, en esta ilusión subyace la idea de que, si se consigue arribar a un estado de comprensión y madurez suficiente, éste operará tanto de paraguas como de filtro transformador de las vicisitudes emparentadas al dolor que nos depara la propia existencia, quedando inmune a él. A mi entender, si esto ocurre, tal vez es conveniente empezar a preocuparse… Me resulta muy sugerente y meridiana una frase de Umberto Eco: “El que se sienta totalmente feliz es un cretino”. Creo que no hace falta añadir mucho más… Quizá, que para mí, en el fondo de esta afirmación late un susurro compasivo que me anima reconocerme como carente, a la vez que simplemente humano.

 

Josep Devesa (2008)

 

 

Escuchar

Quizás sea escuchar, la capacidad de escucha, uno de los mejores baremos de salud personal y psicológica. Podemos sondear la escucha a través de diversos prismas; en sí, tiene tantos elementos que no se pueden agotar en este escrito. Por ello, dejaré para otro momento todo lo que se puede relacionar con la escucha entendida como uno de los pilaresde la psicoterapia y de la misma Gestalt. Me ceñiré a esa escucha, íntima y personal a uno mismo; y a la escucha cotidiana y nutritiva al otro. Y a la no escucha. La no escucha íntima y personal a uno mismo; y la no escucha cotidiana al otro –que no me nutrirá-. Disculpen la repetición: es por si no me escuchaban.

Un celebre violinista decía acerca de su sublime interpretación de un concierto para violín de Beethoven, que tenía un buen instrumento, una espléndida partitura y que lo único que tenia que hacer era quitarse de en medio. Algo de eso tendrá la escucha. Quitarse de en medio. Sutil la cosa, al tiempo que necesaria. Si bien puede parecer imposible, ya que ¿cómo me voy a quitar de en medio para escucharme? A poco que nos paremos en ello nos parecerá indispensable. Generalmente yo no me escucho: me pienso. Ahí estoy yo haciendo cábalas, me digo digos y diretes, que no corrigen la idea que tengo de mí, y que, por tanto, me llevan a eso que ya sabia de mí. Me reconfirmo. No me escucho, dado que me sé, me interpreto. No advierto que ahí, en ese lapso, eso que soy ahora se escurre, se va. Lo real del momento, de mí, perdido entre brumas. Brumas acolchadas o graníticas; acogedoras o cansinas. Usualmente segurizantes, por conocidas.

Sí sí, pero ¿y lo que me pierdo? Aquí sí que en el mismo pecado está la penitencia: poco diré sobre el particular ya que por su peso cae. Sólo dos cosas. Una: por supuesto se puede vivir sin escucharse incluso pensarse feliz. Dos: creo que es imposible crecer sin escucharse (y más cosas, claro), y cuando digo crecer, me refiero a tender hacia esa plenitud que no refleja adquisiciones sino conocimiento.

Y ¿cómo no será la escucha de los otros? Cómo no será, digo, si ya me cuesta o evito escuchar a mi ombliguito, que teóricamente y narcicisticamente es lo más importante para mí. Sinceramente, a veces me alarmo del bajo nivel de escucha en general. De lo poco que nos escuchamos. Como si de un cómic se tratara, a momentos tengo la visión de unas pompas que van rebotando unas con otras sin que apenas quede rastro del contacto. Un aroma de que eso que dices ya me lo sé; o me recuerda que tengo la olla en el fuego y una llamada que hacer; o no me importa lo que me cuentas, pero no voy a decírtelo no sea que dejes de hablarme (de hablarme de eso que no me importa…). Dicho esto, lo que me queda es hacer un elogio de la escucha al otro, señalando un aspecto que considero especialmente valioso. Lo que la escucha convoca. Al sentirse escuchado uno se coloca en un sitio particular, no puedo decir cuál pues depende de muchos factores. Hagan la prueba, intenten escuchar a alguien; lo que dice, como lo dice, el movimiento de sus labios, su cuerpo, intentar que el hábil movimiento de sus manos sea lo que completa lo que no dice. Cómo huele; escuchar con el corazón. No piense en la respuesta ni en el consejo a darle. Escúchenlo, deje que le toquen, acaricien o rasquen sus palabras. Sus gestos y las emociones que delatan; no hace falta estar de acuerdo (si me apuran, a veces no hace falta ni entenderlo), ni ser incondicional, no hace falta nada, estar nomás. Puede ser un gran gusto. En la misma esencia de la escucha está la recompensa. Para ambos.

Josep Devesa (2007

Contacto y Retirada

apuntes de gestalt

La vida es ritmo. Existe un ritmo intrínseco en la naturaleza y, como parte de ella, en el ser humano. El latido del corazón, sueño-vigilia, la respiración… Unos que me ocurren frente a otros que yo manejo. Un ritmo básico de estos últimos es el contacto-retirada. Es un movimiento esencial para nuestra supervivencia y para nuestro bienestar y,donde mejor puede reflejarse, es en la satisfacción de las necesidades. La necesidad puede ser de cualquier tipo, fisiológica, estética, emocional, etc. Es muy simple entenderlo, si tengo sed me acerco a la fuente y bebo (contacto) una vez saciado dejo de beber (retirada). Si tengo ganas de compañía llamo a un amigo, nos vemos (contacto), estamos juntos un rato y nos despedimos (retirada). Tan simple que parece una enseñanza de los teleñecos…

En la práctica no siempre es fácil, sobretodo cuando se refiere a relaciones o emociones. A veces a uno le cuesta tanto la retirada que la vida roza el hartazgo continuo (ese no parar, sin dejar un resquicio para nada). Unos cuantos frentes abiertos, varios grifos por cerrar. Por voracidad o por apego ya que, en la fantasía, el contacto nos acerca a la vida, a la plenitud y la retirada a la muerte, al vacío. Está también la aridez de la retirada continua: la dificultad en el contacto, el erial conocido frente al bosque por conocer; por comodidad, miedo o dejadez. Así pues admitamos que cada uno tiene su propia cadencia de contacto retirada ya sea sincopada, lenta, rítmica… Cabal o neuróticamente cada uno la administra como sabe, puede y quiere. Entendiendo, además, que en una misma persona, a poco flexible que sea, puede variar segúl el momento, las épocas, etc.

Después de esta pequeña introducción, y dentro del binomio contacto-retirada, quisiera enfocar un poco más a fondo el polo del contacto en nuestras relaciones cotidianas. Como veníamos diciendo, el contacto es el momento del encuentro. Pero aplicando la lupa a ello creo que es pertinente formular algunas preguntas. Una de ellas podría ser: cuando decimos que contactamos con el otro, ¿realmente entramos en contacto con él? ¿Lo vemos? O es sólo un espejo para mirarnos, un simple frontón en el que jugar nuestro partido, distraída o concentradamente, da igual. ¿Me relaciono con el otro? O quizás sólo aterrizo en él, planto mi tienda, ahí me instalo y con un poco de suerte ya no tengo más preocupaciones o aficiones que las suyas… Más habitual de lo que parece: vivir la vida de los demás, dimitir de la propia. Así pues, lo que me pregunto es si no será que en muchas ocasiones, a posta o no, el pretendido contacto, por exceso o por defecto, no es más que un intento, una especie de simulacro de encuentro.

Sigamos avanzando. ¿Cuándo sí entramos en contacto? Se me ocurre una metáfora: cuando suena una guitarra cerca de otra, la que no es tañida vibra a partir de la sonante y, por ello, también suena. Y a ello se le llama sonar por simpatía. Conviene recordar que la guitarra que suena por simpatía, lo hace gracias a la que está sonando, pero no sólo por ella, ya que también gracias a su propia caja de resonancia. Considero que somos un poco como las guitarras: a poco que nos dejemos, nuestra caja de resonancia vibra. En el libro de Isabel Allende “El plan infinito”, Olga, una vidente, basaba su filosofía en esta premisa: “(Olga) Pronto aprendió que las historias se repiten con muy pocos cambios, las personas se parecen mucho, todos sienten amor, odio, codicia, sufrimiento, alegría y temor de la misma manera. Negros, blancos, amarillos, todos iguales bajo la piel, la bola de cristal no distinguía razas, sólo dolores”. Esta metáfora me sirve para establecer un punto de partida básico: en el contacto es necesario que haya una influencia mutua, un trasvase, del tipo que sea (intelectual, íntimo…), que implique a más de uno. Sólo es nutritivo, gratificante o una oportunidad de crecimiento, cuando es real. Y también es de ley asumir que aunque real no siempre es agradable y que por menos de nada puede ser directamente glacial, hiriente…

Creo que ya sólo nos falta juntar los dos argumentos. La escucha al otro y mi caja de resonancia. Lo que me llega de él y lo que eso me suscita. Se requiere una cierta fluidez: es un viaje de ida y vuelta. Dentro y fuera sucesivamente. Abrir lo suficiente, aunque sea una rendija, sintonizarme. Y cuando es así ocurre, por ejemplo, eso tan elemental como que en la muerte, cualquier muerte, resuena mi propia muerte. Que en la alegría del otro puede resonar mi propia alegria, o mi frustración por no tenerla, o mi envidia. Resueno, en fin, y tal resonancia habla de mí y del otro y viceversa.

No quisiera acabar sin hablar mínimamente del otro polo: la retirada. Creo, con lo dicho, cúan necesaria y sana se antoja la retirada. Uno no puede, digamos, estar resonando en todo momento, siempre llega el instante de retirarme. De estar conmigo, del reconfortante -o no- reencuentro conmigo, que permite entre otras cosas digerir, dar espacio interno a lo nuevo. Ya que antes o después otra necesidad va emerger. En eso estamos. Bien, creo que es el momento de acabar este pequeño escrito y retirarme, con el deseo de que pueda ser de utilidad…

Josep Devesa (2005)

Experiencia

«La experiencia es un grado» decía mi padre, pero como eso puntuaba a su favor intenté buscar razones para dejar en evidencia la afirmación. Las busqué en vano. Era y sigue siendo una certeza. Y no creo que sea necesario argumentarlo.

La experiencia se puede observar de dos formas distintas. Tenemos la que se obtiene a base de tiempo: en cualquier labor que efectuamos de forma regular, el devenir va dejando un rastro de conocimiento y destreza. Y está la otra, esa que no requiere tanto del tiempo, sino que surge de una vivencia inmediata de algo. Sirva un ejemplo para ilustrarlo, pongamos que alguien sufre un atraco, en unos instantes ocurren varias cosas: sorpresa, la adrenalina subiendo, palpitaciones y una reacción, que puede ser arriesgada, prudente, ingeniosa… Si más tarde, en una charla de café, casualmente le preguntan si sabe qué es eso de un atraco seguro que la respuesta no será «La verdad es que no lo sé muy bien, no tengo mucha experiencia. Sólo me han atracado una vez».

Sobre este último tipo de experiencia, la que no está relacionada con el tiempo, versará este escrito, a partir de un par de reflexiones.

La primera: tiene que ver con la terapia gestalt, que en lo más íntimo se basa en la experiencia y el percatarse. Ahonda en la importancia de lo fenomenológico, es decir, el proceso que uno experimenta como propio; la búsqueda de comprensión basada en lo que es obvio o revelado por la situación, más que en la interpretación del observador. La importancia dada a esta premisa florece en la valoración del momento y lugar presente (aquí y ahora), y en la valoración de la realidad concreta. Es decir, sentir y experimentar más que pensar e imaginar, sin que ello signifique que pensamiento e imaginación deban eliminarse ya que son funciones útiles y necesarias para el desarrollo humano. Dicha prevención se entiende desde la constatación de que cuando estas funciones están desvinculadas del sentir y experimentar llevan a una deriva de justificaciones y racionalizaciones que pueden ser profundas y elaboradas pero vacías de contenido real.

Para facilitar la experiencia en la sesión de terapia, la gestalt dispone de una afortunada herramienta: la propuesta de experimento. Así llamamos a las sugerencias o indicaciones que hace el terapeuta al paciente en sesión individual o de grupo, y cuyo fin es que exprese algo mediante el comportamiento, en lugar de limitarse verbalizar o conocer internamente su experiencia. Puede incluir movilizaciones corporales, uso de la voz, visualizaciones, descargas emocionales, expresión artística… El asunto es llevar al paciente a entrar vivencialmente en el tema que está trabajando y transformar el hablar acerca de algo en un hacer. Es decir, se pide a la persona que se explore activamente a sí misma. Esto permite llegar más a fondo en el tema trabajado: no es lo mismo declarar «estoy muy enfadado» que expresar el enfado con gestos, sonido o golpes en una almohada, por ejemplo. Ya que puede pasar que mientras estoy expresando, como sea, el enfado sienta deseos de llorar, abrazar o reírme de mi mismo… Se puede apreciar el paso que permite observar, profundizar y, consecuentemente, seguir trabajando el tema en cuestión desde otro lugar. Es importante subrayar que los experimentos están esencialmente diseñados para ayudar a descubrir, y no para fomentar un comportamiento en particular.

La segunda: está en mi ánimo prevenir acerca de una enfermedad, muy actual, que a mi entender es susceptible de complicar el asunto que nos ocupa. Llamo a esta patología consumismo experiencial o, técnicamente, experiencitis. Con este término me refiero a la acumulación de experiencias, como si fuera eso – acumular- lo que permite madurar. La experiencia como fin en sí mismo. Las experiencias son tragadas en grandes cantidades y eliminadas sin que medie ningún tipo de asimilación. La velocidad inherente al asunto, produce una suerte de ilusión que entretiene y consuela el mismo vacío que crea. Está retroalimentación permite que el engaño puede mantenerse sin que en apariencia se note: en general los afectados aparecen satisfechos de su experiencia, sin atisbar siquiera que está se resume en la imagen y el prejuicio de una vivencia apenas rozada, tal es la rapidez y consecuente acumulación de estímulos.

Se puede afirmar (por ejemplo) ser un melómano cuando se tienen las obras completas de Beethoven y Jonnhy Cash en unos cacharros diminutos, en los que se pueden acumular más de cien horas de música (que nunca será escuchada). O bien, se formulan juicios de gran calado tipo «las mujeres (o los hombres) son todos iguales» después de una gran experiencia en Donjuanismo. La experiencitis, en fin, puede darse en todos los ámbitos, el del crecimiento personal incluido. Velocidad, intensidad, acumulación… de fondo está la imposibilidad de parar, como si relajarse fuera morir. Como si, indefectiblemente, la pausa llamara siempre al vacío, temiendo que éste sea el espejo que nos reflejará la soledad, el sinsentido, la frustración; sentimientos que, por otra parte, siempre están, en cierta medida, en nuestra vida.

Sin restarle un ápice a cualquier tipo de experiencia, por más loca que sea, y sin tener que llegar a eso de «menjar poc i païr bé», sí que considero un factor de aprendizaje y de salud, aquello de «honra a tu experiencia», feliz síntesis que le escuché, hace ya tiempo, a Albert Rams.

Josep Devesa (2004)

Estar bien

No hay recetas para estar bien. Es algo maleable y escurridizo. Seguramente no es muy difícil ponerse de acuerdo en qué consiste esto de estar bien. En mayor o menor medida uno reconoce el bienestar, más allá que para cada cual los ingredientes sean unos en concreto u otros en particular. Es amplio y paradójico: unos están bien complicándose la vida, a otros las complicaciones les llevan al malestar.

Decíamos que no hay acuerdo en los ingredientes. Tampoco en las recetas. Seguramente un buen punto de encuentro es la afirmación «qué bien se está cuando se está bien». Pero no lleva muy lejos. ¿Cómo hacer para sentirnos mejor? Yo mismo, el vecino, los amigos. Un modo de acercarse al asunto es por la vía de ver como me pongo mal, -pasando por alto cuestiones contingentes que sin lugar a dudas pueden dar malvivir-. Y como el tema se puede abordar desde diversos lugares, me centraré en un aspecto que a mi parecer es fundamental.

La actitud, una cierta actitud. Lo de Al mal tiempo buena cara, no lo veo claro. Al mal tiempo mala cara, suena mejor: más coherente. Porque, ¿no será que uno de los nudos de la cuestión es la creencia, consciente o no, de que «hay que estar bien» o peor todavía: «se puede estar siempre bien (si me lo curro)»? Incluso en La casa de la pradera lo pasaban mal a menudo a pesar de los esfuerzos de Michael Landon (hay que reconocerle, eso sí, el que los capítulos siempre acabaran bien…). Bromas aparte: la búsqueda del bienestar perenne nos coloca en un lugar difícil. Y es justo en ese lugar, donde se inicia el movimiento que, entiendo, nos lleva al mal-estar.

La actitud de apego, en definitiva. Cuando estoy bien deseo que ese ánimo perdure, que no se acabe, me aferro… y empiezo a perderlo en ese mismo instante. No se puede congelar el momento ni la sensación. Cuando trato de retenerlo es cuando empieza a esfumarse y, si sigo con el esfuerzo, encima lo puedo convertir en una parodia. Y me queda esa cara de bobo que me queda cuando no lo estoy pasando nada bien pero pretendo que estoy bien. Insisto: eso de al mal tiempo buena cara…

Retener el bienestar. Árdua e inútil tarea. En el mejor de los casos conduce a una zona intermedia en la cual no me siento mal pero necesito contener la respiración. En el peor, me frusto por lo perdido y busco culpables por doquier. No se trata de leer esto en clave de truco, es decir, si no me aferro lo consigo, ya que existe un truco mejor: durante los cinco siguientes segundos no pienses en un perro verde y estarás bien (la técnica es la misma). Lo que intento decir es, de hecho, una obviedad: estar bien y estar mal son estados reversibles y mutuamente necesarios: prueba a estar siempre bien y apuesto a que al final te aburres. Y… contradictoriamente locos. Podría ser que estando mal me acerco y me instalo en ese rincón nevado de mi alma que mira a través de unos cristales empañados y tiene como único acompañante el goteo del grifo, y que me hace sentir infinitamente pequeño y… valiosamente humano. Y podría ser que estando bien me decanto a la prepotencia y estupidez. Podría ser eso o justo lo contrario.

Y bien, fundamentalmente lo único que quiero decir es que no hace falta añadirle recriminación y culpa al malestar, como si uno fuera un mal alumno de la vida, tan simple como eso. Y que quizás, y sólo quizás, desde ese lugar es posible ponerle al mal tiempo buena cara sin pillarse los dedos.

Josep Devesa (2003)

Control

Hablemos un poco del control. ¿Que qué control? Pues ése con el que me atenazo y me agarro a mi mismo, que, paradójicamente, me convierte en prisionero y carcelero al mismo tiempo. Con el que a veces parecería que puedo detener mis funciones vitales. Casi aletargarme, casi. Puedo intentar, si hace falta, la pirueta de detener el tiempo. O bien ese control a través del cual los ojos se convierten en un faro; el cuello rígido; tenso y endurecido el cuerpo; sin respiración, observando, juzgando, administrando. Ocurre cuando me siento inseguro o en momentos de miedo y temor: que no se mueva nada, que no pase nada. Y, por supuesto, si es necesario se controla a los demás: que el otro no me toque, ni me altere, ni me hiera o, por qué no, ni sonría ni disfrute. Así estamos. Como veis, no hablamos del control de la inflación, ni del control de la calidad, ni del a menudo necesario control de las emociones.

Yo controlo, no me hace bien pero no siempre puedo evitarlo. No (me) suelto…, y punto. Observándolo con una mirada especialmente comprensiva te juro que puede entenderse. Sí, suena muy bonito lo de confiar en la vida, abrirse a la experiencia y demás. Pero, ¿quién me asegura que la vida es sabia o confiable? Y, aunque lo fuera, cómo adivinar que sabe lo que me conviene mejor que yo mismo, pese a mi ceguera endémica. Claro que me ha dado buenas y agradables sorpresas y aprendizajes, pero también tremendos palos. Y, la verdad, eso de que la letra con sangre entra está fuera del manual del buen pedagogo, a ver si será que la vida por milenaria está anclada en el pasado. Además: huracanes, sequías, terremotos -reales o simbólicos-, la vida, tan sabia ella, a veces se vuelve loca. ¿Debemos pues, simplemente, zozobrar fluidamente? Preguntará sagaz el abogado del diablo.

Entonces ocurre que fantaseamos que el control nos librará de eso que tememos o nos inseguriza. Bonita ilusión. Pero a estas alturas de la película ya sabemos que los síntomas que nos confunden y producen mal vivir se mantienen, entre otras razones, gracias al esfuerzo de que nuestra experiencia lo más inocua posible. Mediante este tipo de control evitamos que asomen vivencias, sentimientos o pensamientos que nos pongan en duda. Con lo que perpetuamos (¿perpetramos?) la angustia: esta claro que lo evitado no desaparece por, simplemente, mirar a otro lado. Y dicha angustia genera más necesidad de control, con lo que -necesariamente- nos instalamos en un círculo vicioso.

El control como forma de evitación -que es en definitiva de lo que estamos hablando- puede tomar formas rebuscadas y paradójicas. Cómo cuando para evitar el dolor uno le da a la bebida con graduación, y lo que es una forma de descontrol se torna en herramienta que ayuda a tener el vacío o dolor controladito. O bien se enarbola una sonrisa beatífica para controlar una situación comprometida. También sabemos que para ahogar la angustia que nos producen las emociones negativas, una opción que tenemos es entretenernos en observarlas y juzgarlas (sólo) en los demás. Mil y una combinaciones que se establecen y conforman en función del propio carácter y de la experiencia vivida.

Soltarse!, ¿cómo es eso? Pues a mi entender, como la fruta madura que se suelta por su propio peso. Ya que cogerse a uno mismo por la pechera y zarandearse al grito de ¡suéltate!, es -sólo- un vistoso ejercicio gimnástico, necesario, a lo sumo, en algún momento. Diría que la cosa va más por la confianza y la humildad. Dos cosas susceptibles, únicamente, de ser cultivadas. Y el cultivo, cualquier cultivo, requiere dedicación, que en este caso relaciono con la atención a las situaciones que me llevan a controlarme y con la comprensión de los contenidos que aparecen en dichas situaciones. Y ante todo el respeto y consciencia de las propias limitaciones; cultivar no es ensamblar piezas y tampoco funciona el esfuerzo de estirar los brotes para que crezcan más rápido. Y la mirada al cielo en espera de lluvia generosa.

Josep Devesa (2002)

Equivocarse

En las películas de acción siempre llega el momento en el que hay que cortar el cable de una bomba que está a punto de estallar, y el héroe de turno se encuentra con la disyuntiva de cortar el rojo o el azul… generalmente, en el último segundo, se decide por el azul (no se equivoca) y la bomba no explota. Y salva su vida y la de varios ciudadanos honrados. Qué bonito. Qué bien.

Documentales de la 2. En la pantalla aparece un antílope del Serengeti que siente, en su piel ensangrentada, el ardor del zarpazo de un león. Estaba bebiendo agua del lago y escapó de milagro de sus garras. Bien. Con toda seguridad en este momento no está recriminándose con pensamientos tales como: «Ya me decía mamá antílope que tuviera cuidado al beber en el lago». Otro: «Qué tonto soy; toda la manada bebiendo y me toca a mí, ¿será que soy muy negativo?». El último: «¡Qué ridículo! Lo vio toda la manada, ¿qué pensarán de mí?» Apuesto que no maldice su mala suerte, ni a Dios por crearlo a él tan vulnerable y al león tan fiero. Seguramente tampoco le agradece que lo creara así de ágil. Lo más probable es que una vez se sienta a salvo se ponga a pastar, con un ojo puesto en la hierba y el otro al frente por si aparece un león. Envidiable, por supuesto.

Y, sin embargo, creo que la conciencia del error -que esa es la cosa- es un acicate para el ingenio y un estímulo para la inteligencia. Pues, ¿para qué se inventó el agua envasada sino para evitar que nos coman los leones? Y no es broma. Claro que hay quien dice que el progreso es una sucesión de necesarias cosas innecesarias. De acuerdo; acepto que el ser humano posee también el don de la estupidez. Pero que no se olvide que entre las cosas innecesarias se incluye la música de Beethoven y el fútbol de Guardiola…

A propósito del miedo a equivocarse, lugar al que quería llegar y en el que quiero incidir especialmente. El imaginario popular nos informa: «Errar es humano» y «Es de sabios reconocer los errores». Mas también circula lo de «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra». Este último dicho tiene un tono más acusativo y casa con lo que, a mí entender, ocurre en la vida diaria, en la que solemos convertir el error en algo nefasto. La posibilidad de equivocarse arrastra consigo una desvalorización exagerada. Es decir, si me equivoco no es, simplemente, que me-he-e-qui-vo-ca-do-y-ya sino que SOY UN DESASTRE. Literalmente. De ahí a la paralización hay un paso, ya que cada acto se convierte en una prueba de aptitud; un certificado de pertenencia al C.P.V.U.A., es decir, Club de las Personas Valiosas Útiles y Aceptables. ¡Qué trabajo la vida! El abismo planea en toda bifurcación, en cada sendero.

Finalmente, me interesa destacar una triste paradoja: la cantidad de tiempo y energía que se puede dedicar a no hacer nada, a la paralización. Lo de triste va por el sufrimiento que acarrea. Veamos. En el Taoísmo se habla maravillas de la no-acción de Sabio: nada hace y nada queda sin hacer. Pero nosotros, menos sabios y más prosaicos, podríamos decir: nada hacemos (que ya es una forma de hacer) y todo queda igual. Ciertamente, al no hacer no nos equivocamos, pasan los días y, como cantaba Julito, La vida sigue igual. Puede ser (es) cómodo. Sin embargo, cuánta ansiedad nos procura. Se amontonan situaciones pendientes. Bordeamos la insatisfacción o nos inunda. La frustración es moneda de cambio y, en la puesta de sol, suena la melodía de Todo lo que pudo haber sido y no fue. El estómago en un puño. Pero… no nos hemos equivocado. ¿Qué más queremos?

Por cierto, creo que no digo nada nuevo, ni desvelo algún secreto si afirmo que equivocarse, más que humano, es inevitable.

Josep Devesa (2001)

¿Opuestos?

Uno de ellos -rubio- se levantó perezoso. Cansino, con gestos lentos, se sumergió en el ritual diario de la ducha. Bajo el chorro de agua se sintió, ¡qué bien!, más ligero. Tomó un café, con poquita leche. Imposible decir dónde estaba él cuando arremetía con prisa desordenada por los armarios, bolsillos y maletín, acumulando todo lo necesario para pasar el día sin sobresaltos. Mientras, pensaba en la oficina y, ¡joder!, la terapia a las siete. Puerta, doble vuelta a la llave, ascensor. La brisa de la calle le reconfortó. No estaba especialmente sensible, sin embargo quedó impactado al ver a un pobre que estaba en la entrada del metro; sucio, desaliñado, con una tristeza y un vacío inmensos en el rostro y la mirada. Algo se le movió en las tripas y en el corazón. En ese mismo instante y como un acto reflejo, aparecieron en su mente fantasías y planes para el fin de semana -era viernes- que se prometía estupendo. Se diría que los poros de la piel sonreían en la luz tenue de los pasillos del metro.

Llegó el atardecer y con él su sesión de terapia, que empezó con «Creo que le tengo fobia al dolor». Relató cómo durante la tarde, la terca realidad y una extraña magia le habían devuelto, a momentos, la respiración del viejo maloliente del metro, una y otra vez, a pesar de sus esfuerzos por apartarlo de sí. Evocó algunos de sus encuentros con el dolor -para él un monstruo de mil cabezas- y se percató de cómo lo neutralizaba: podía nombrarlo como «esas cosas inherentes a la existencia humana que…. bueno… hay que sortear dignamente», también se encontró con el optimismo de «mañana todo será distinto», aunque le valía la broma en el momento justo… Todo ello lo conmovía ahora que por una rendija había aparecido el tan paciente intruso (¿o era un invitado?) que, además, venía precedido por una corte de acompañantes: la rabia tragada, la tristeza insomne y una sensación de vulnerabilidad que ahora, paradójicamente, lo conectaba con la fuerza. Atisbó dentro de sí espacios, otrora sellados, que en este momento lo completaban y reconciliaban. Intuyó que eso que me duele era, también, un necesario compañero de viaje.

El otro -moreno- se levantó con la boca pastosa y mal aliento. «Hoy mi sabor es a mierda», bromeó consigo mismo, con la sonrisa un poco torcida. Música, ducha y afeitado. Se acordó de que hoy tenía terapia y a continuación se recreó pensando en el maravilloso encuentro que le esperaba después de la comida: reconocidos autores que hablarían sobre la creación artística. Salió a la calle; la gente, el ruido se le aparecían como un colchón ambivalente, que fluctuaba entre el pikolín normabloc y el de un fakir. Llegó a la entrada del metro: el pobre que antes viera el rubio seguía allí, con sus ojos clavados en él. Se le encogió la barriga. Desazón. Su mirada quedó contagiada irremediablemente por el latigazo y la sombra interrogante del mendigo. Las luces de neón del metro lo aplastaban con la vivencia y recuerdo de la propia miseria.

Al llegar la noche y ante su terapeuta -el mismo que el del rubio… azares- se liaba y no sabía bien cómo, y se perdía y se encontraba… Al fin afloró: la anhelada reunión de la sobremesa se había convertido en un revolcón por el mal rollo; desde su encuentro con el indigente se había instalado en su particular cueva de queja, sufrimiento y culpa. Se dolía con enfado de su enganche con lo jodido. Una frase que no sabía de dónde le nacía le estalló en la boca: «¡Cuánto placer sufriente!» Notó el suelo moverse y las fronteras diluirse, «¿sufrimiento placentero?», devolvió el eco. El ovillo parecía aclararse un poco; se daba cuenta de que el placer teñido con dolor le ofrecía una intensidad y dramatismo que él fantaseaba vivificante. Lo real en ese momento era que se sentía vacío. El corazón suplicaba descanso, calladamente rodaron unas lágrimas, por un instante pudo mirarle a los ojos al silencio. Y le hizo bien.

Curioso, se decía más tarde el terapeuta pensando en ellos: dos actitudes que parecen tan alejadas entre sí, pero que son dos caras de la misma moneda: el apego a lo placentero o a lo sufriente como una forma reactiva de -en este caso- no contacto con el dolor, con el propio sí mismo y, por extensión, con la contradictoria condición humana, hecha de luz y sombra. Se decía que el encuentro, sin trucos, con ambas polaridades -el placer sin compulsión, el dolor sin apego al sufrimiento- seguramente convocaría a la compasión, la que en nuestra historia, quizá hubiera permitido ver al pobre.

Josep Devesa (2000)

Mente…

De un tiempo a esta parte, en algunos círculos terapéuticos la mente se ha asociado a una cosa tramposa. De tal modo que si alguien te dice «eres muy mental», se percibe casi como un insulto. Por el contrario «eres muy emocional» suena a piropo. Y sin lugar a dudas se lleva la palma: «eres muy corporal», aqui ya tocan campanas e incluso se celebra con unas copas. ¿Cómo se ha ganado la mala fama? Se acusa a la mente de ser mentirosa, de propiciar el auto-engaño y el lio. De blindarse y ejercitarse en mecanismos defensivos.

Cierto es que por una desafortunada confusión creemos que somos nuestra mente. Usualmente se entiende así en occidente: el «yo» es nuestro centro mental. Como si fuera un ser pequeñito situado en la cabeza, frente un gran ordenador -el cerebro- del que recibe mensajes y al que envia respuestas sin cesar. Y este personaje está asociado a introyectos, es decir, conceptos del mundo y creencias de como tienen que ser las cosas, no siendo éstos ni conscientemente elegidos ni masticados: no asimilados en definitiva. Parece razonable que con esta percepción de la mente, junto a la preponderancia que en nuestra cultura se le ha dado, se tenga una mala impresión de ella y pueda sonar a liberación estar gobernado por la emoción o el cuerpo. Y diría que también subyace una relación con la rebeldía; dado que la mente se asocia con lo masculino -padre, poder, Ley, Dios…- desacreditándola, implícitamente jugamos más cosas de las que parecen.

Mas no olvidemos que cada uno de los centros es también susceptible de manifestaciones enfermas. En el centro corporal la cosa tiene que ver con las corazas musculares; que algo protegen, pero a costa de aislar y desconectar de las necesidades. En el emocional, podríamos hablar de una expresión y contacto con la emoción transformado en un acting; una suerte de escapada ciega a ninguna parte, a través de un pretendido disfraz de autenticidad. Deteniéndome de nuevo en el centro mental, añadiria que la cuestion toma un color gris cuya tonalidad puede ir del mate al metalizado, ya que a veces el autoengaño puede llegar a ser brillante… Tiene que ver con esos eternos circunloquios, prólogos, justificaciones, fantasías y demás chácharas que nos alejan de lo genuino y que tantos prejuicios han despertado en estos tiempos akuarianos.

Pero como es fácil deducir, si se parte de una confusión el resultado es necesariamente borroso. Obviamente el problema no está en la mente sino en su mal uso y en la ilusoria identificación antes mencionada. Visto desde el borde de la salud, si el centro corporal aporta anclaje, enraizamiento; y el emocional profundidad, intensidad, humedad; el mental aporta límites y elaboración. Si todos estos aspectos son fundamentales y vitales en la propia existencia, cómo no lo serán en un proceso terapéutico. Entiendo que justamente en el equilibrio de los tres centros se asienta la posibilidad de estar en el mundo de una forma más real. Ahí, en ese equilibrio, las virtudes de la mente adquieren su justa y necesaria dimensión, y naturalmente deja de ser ese escudo&lanza que a veces fantaseamos como artrósico e inflexible. En fin, creo que observando la cuestión desde este ángulo, se puede apreciar que igual la hemos denostado en demasía.

Josep Devesa (1999)