Las lágrimas de Luisa

«Qué bien llora la niña», pensó la madre. El sol calentaba el empedrado del patio, las cigarras rasgaban el silencio y aleteando en ese mantra veraniego el llanto de la pequeña Luisa. El sonido que salía de la garganta de la pequeña le recordaba a Bach, tenía musicalidad, melodía, fervor; observó su cara y era poesía. Quedó subyugada. El padre apareció en el umbral de la puerta para saber del desconsuelo de la hija. Su esposa le susurró «Qué maravilla de llanto ¿no?». Él escuchó con atención y no le quedó otra que asentir. Quedaron embargados hasta que calló por sí sola. Entonces el sentimiento de culpa les impulsó a besarla y acariciarla hasta el cansancio. Ese suceso marco el inicio de una vida marcada por el lloro. Cuántas veces no se desgañitó vanamente Luisa en busca de consuelo rodeada de familia y vecinos que se rendían ante la preciosidad y matices de sus sollozos. Ofrecía recitales con hipadas, berreos y gimoteos a un grupo de admiradores fieles, que llegaban a romper en aplausos cuando agotada callaba.

Luisa creció rehén de su arte, que era esquivo, pues no siempre tenía argumentos para llorar. Se aplicó con pasión para lograr ser dueña de su virtuosismo y a fe de dios que lo consiguió. Pasados los veinte años lograba llorar a placer en cualquier situación. Tal habilidad le proporcionó gran poder, sobre todo con los hombres, que eran su máximo interés. Su número preferido era llorar mientras hacían el amor. Para ellos era el éxtasis, no atinaban a adivinar qué les pasaba y caían rendidos.

Sin embargo, después de años sin consuelo, la llama de la venganza brotó en su interior. Y sucedió que cuando los hombres estaban subyugados, los rechazaba vehementemente dejándolos con el alma cuarteada. Rítmicamente la vida cobró sentido y sus penalidades aparecían borrosas en el horizonte de sus recuerdos. Se sentía gustosamente malévola. Cuando visitaba a su familia se mostraba estúpidamente risueña. Les negaba cualquier trazo de llanto y estos la maltrataban y ridiculizaban, inventando mil tretas para arrancarle una lágrima.

Cuando su motivación flaqueaba sacaba la baraja de los recuerdos y elegía una carta al azar: aquella que hablaba de la demora en llevarla al dentista para alargar ese gemido sufriente, corporal y glorioso; o la que mostraba las grietas de su inocencia, cuando se le anunciaba de manera solemne «Luisa, el gatito ha muerto» y la familia entera escuchaba con devoción el llanto que evocaba los cuartetos de Beethoven. Mientras, Michifu maullaba encerrado en el armario.

La vida continúa y dicen que nunca vuelve uno a bañarse en la misma agua. Incluso el odio tiende desfibrarse y el molesto goteo de un grifo puede convertirse en contrapunto e inspiración del sueño. Así, el rencor dio paso a un resentimiento lejano y arenoso. La baraja del horror reposaba en la cómoda entre la ropa interior; y la venganza por usada tenía los cantos romos. Se sentía hueca. En raros momentos de lucidez, reconocía la necesidad de un poco de comprensión para enfrentar su existencia con la certeza de que no todo había sido en vano. Necesitaba una mirada de compasión que no estuviera teñida del embeleso, de la gula, del deseo feroz de sus lágrimas.

Envejeció con caricias de nieve y las arrugas imprimieron un sello de acero a sus pupilas acuosas. Por eso cuando la muerte fue en su busca, al hallarse frente a Luisa quedó perturbada al atisbar su rostro de sal. Tan conmovida estaba, que antes de girar la llave del destino le ofreció un hombro en el que llorar. Luisa sabía con quien se las tenía, con aprensión soltó algún candado y dejo fluir algunas lágrimas. Al sentirse arropada en sus brazos, aflojó el último cabo y se entregó al dolor. Gracias al consuelo, por primera vez pudo escuchar en el eco de propio su llanto la música agazapada, la caricia de terciopelo; la leve brisa que la acompañaba hacia su tránsito final. Y esa escucha la derivó irremisible al interior de su coraza donde notó un corazón famélico. Una lágrima se deslizó suave por un ventrículo y se demoró el tiempo necesario para brindarle la pizca de sentido que anhelaba; intuir su corazón melodioso fue suficiente.

Josep Devesa

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