TIERRA

imagesLas baldosas están desgastadas por años de uso, las paredes desconchadas de cansancio y humedad.  Puertas, ventanas y vigas aparecen perforadas por la labor de infinitas generaciones de insectos que han instalado allí su vivienda. Nada más entrar, mis ojos recorren estos detalles que aúllan reclamando auxilio. Y siento que no puedo negarme. No pasan ni dos horas que ya estoy firmando las escrituras que han de hacerme poseedor de la perfecta metáfora de lo desvencijado.

Con la llave de hierro rugoso abro la puerta y, ahora sí, paseo morosamente por la casa. Me empapo de la energía que exudan las paredes, del olor a cerrado, del polvo acumulado que posee la categoría de animal dormido. Pasan los días y advierto que mi relación con la casa se convierte en simbiótica. No salgo más que para lo imprescindible, sintiendo en esos momentos que la vida se me escapa. Tampoco la reformo, pese a que esa era mi idea inicial. Recorro una y otra vez las estancias, me rezago en las grietas. Busco los posos que me ayuden reconstruir su historia. No de las gentes que ahí moraron, no. Busco el alma de la casa. No me importa la humanidad. Me importan las piedras, la madera, la arcilla. Me importa el silencio enmudecido de lo que nunca pudo hablar. La casa no esgrimirá ningún alfabeto conocido por mí. Debo adivinar las claves y después pacientemente aprender a descifrarlas e interpretarlas. No tengo prisa; no temo la muerte, tampoco el fracaso.

La visceralidad me domina y guiado por esta fuerza que se asienta en mis tripas arranco con cuidado las baldosas que yacen en el suelo de la cocina. Aparecen la cal y las piedras que las sostienen. Me afano en retirar esta argamasa para arribar a la tierra. Una extraña sensación me invade, no me preocupo en entenderla ni darle sentido. Compro una pala, un pico y un balde. Primero excavo verticalmente unos dos metros, después horizontalmente. Me siento como un preso que construye un túnel que lo ha liberar. Al principio creo que busco algo, como si indagara una pista o un jeroglífico. Pero de improviso entiendo que no voy tras nada. El propósito no es otro que cavar el túnel, no oteo más horizonte que éste. Mi estado es febril. Tan sólo salgo del túnel para dormir, alimentarme y hacer mis necesidades. Una noche de sueño liviano me despierto ofuscado y me siento extranjero en la casa. Es una sensación en extremo angustiosa. Opto por dormir en el túnel. Sigo avanzando, abriendo el corredor con un diámetro mínimo, así evito salir más veces de las imprescindibles. Por la noche sueño con raíces de árbol, con todo tipo de animales que habitan este mundo que ya siento mío. Con pulso sereno tapono la entrada del túnel dejando un resquicio para que penetre el oxigeno. Me arrastro hasta el fondo de mi guarida, y una felicidad desconocida se abre paso a trompicones en mi interior. Por vez primera en mi existencia me siento seguro. La oscuridad es absoluta, no percibo diferencia alguna al cerrar y abrir los ojos. Decido sellar mis parpados y ahondo en la firmeza de lo sereno. Mi olor corporal deviene acompañante fiel. Empiezo a comer raíces e insectos: ausculto con atención y puedo oír el finísimo murmullo -psit psit- que levanta una lombriz al arrastrarse en mi reducto; la cojo con gestos leves y la llevo a mi boca, la mastico con suma lentitud y el sabor a tierra explota en mis papilas. Llego a percibir el ruido mismo de la vida en los imposibles sonidos que ejecutan las raíces al horadar la tierra. Estoy en el centro de la tierra y el mundo exterior está más y más lejano cada día que pasa. Necesito apasionadamente fundirme en la tierra. Pego mi mejilla en ella y duermo.

Josep Devesa

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