Pinceladas sobre la autoestima

Estamos en un momento álgido en lo que a la psicología se refiere. Páginas en diversos tipos de publicaciones, programas de radio y televisión… El crecimiento personal, la autoayuda, están a la orden del día. No es extraño, pues estamos inmersos en tiempos en los que la rapidez, la aceleración, el individualismo y el cambio -en las relaciones, los trabajos…- generan gran incertidumbre. Cuando creemos alcanzar algo, simplemente constatamos que estamos en la casilla de salida del próximo movimiento, sin casi tiempo de aprehender aquello que somos o tenemos. Sumado a ello, cada vez más faltan referentes, cada época ha tenido alguno: ser buena persona, que era, más o menos, ser buen cristiano; o un buen trabajador; un luchador social o ser un idealista dispuesto a cambiar el mundo, entre otros… En la actualidad el referente es, se tú mismo; pásatelo bien en la versión ¡exprime la vida! Y para ello parece ser fundamental tener alta autoestima. Y es justamente en este concepto donde asentaré el escrito para el programa de este año. Es un concepto que a priori parece diáfano; suelo constatar, sin embargo, que tal claridad lo es solo en apariencia. Ciertamente, a menudo asoma como un cajón de sastre en que cada cual escoge aquello que más le resuena o conviene.

Pasa, a veces, que se confunde la autoestima con tener una alta opinión de uno mismo. Es decir, que para alcanzarla se debe tener muy presente todas aquellas virtudes que se poseen, además de intentar orillar de la consciencia los aspectos que a partir del consenso social se consideran negativos. Este ejercicio se puede realizar burda o sutilmente. Usualmente se debe dedicar mucho tiempo a recordarse lo guapo e inteligente que se es (para así quererse) ejercitando hacia fuera (las personas con las que nos relacionamos), pero sobretodo hacia dentro (en el fondo es a nosotros mismos a quien queremos convencer); es una suerte de pavoneo que a la larga resulta agotador. El gasto de energía es considerable ya que subyacen dos tareas, la de amplificar lo “más” a la vez que enviar al fondo del armario lo “menos”. Esta forma de proceder muchas veces convoca una actitud empapada de un porque yo lo valgo (al ultranza); o un yo soy así… ¿qué pasa? antesala de una autoindulgencia que linda con el egotismo o el narcisismo.

Y creo que, en el fondo, la autoestima no es otra cosa que tratarse amorosamente. Versión que siento más ajustada, y que recorre un sendero alejado del simple reconocimiento de aquello positivo que pueda haber en mí. Esta concepción implica tres elementos entrelazados que conforman un suelo firme en el que apoyarse. El fundamental es el autoconocimiento. Si nos aplicamos seria y rigurosamente a saber de nosotros, hallaremos aspectos ciertamente virtuosos, así como otros, generalmente relacionados con el carácter, que pueden resultar francamente ásperos, rígidos… desagradables en definitiva. Esta mirada no concibe aquello que vivo o soy como algo que me pasa, más bien incluye que uno se responsabilice como parte activa en lo que me pasa, o lo que vivo, sufro o que hace sufrir; es decir, es algo que hago. El otro punto es la aceptación. No pelearse, tampoco negar esos aspectos que usualmente calificamos de “negativos”. Una aceptación a través de la cual neutralizo el juicio devastador por ser como soy; pero que, atención, también va más allá de la autoindulgencia defensiva antes nombraba (yo soy así, ¿Qué pasa?).

En el fondo, la autoestima es un acto básicamente íntimo; diría que si se pregona es que algo falla. En su ADN se adivina una compasión, en absoluto sentimental, por la pequeñez humana; pequeñez que no está reñida con la grandeza, ni la dignidad; sino que más bien que le otorga su justo valor. Tiene que ver, en esencia, con la aguda percepción de los límites de la condición humana; y con la curiosidad y la querencia de todas aquellas virtudes que también nos caracterizan: la solidaridad, el arte, la entrega, entre, afortunadamente, otras muchas.

Josep Devesa (Mayo 2010)

Tiembla, tiembla, que así se pasa

(sobre el miedo y el amor)

“Tiembla, tiembla, que así se pasa”. Con esta frase tan sencilla daba yo, no hace demasiado tiempo, un giro radical a mi manera de entender el miedo y, por lo tanto, de entenderme a mí mismo. Fue en el transcurso de un trabajo personal en un momento en el que, habiendo conectado con algo que me asustaba mucho, simplemente, no podía parar de temblar… Y, afortunadamente, no paré. Porque si algo me reconfortó fue esta sencilla frase de quien, con cariño y firmeza, me acompañaba y me sostenía, no para quitarme el miedo, cosa imposible, sino para ayudarme a transitar lo que tuviera que transitar. Eso sí, pasando el miedo que hiciera falta, que lo cortés no quita lo valiente y nunca mejor dicho, pues valentía no es ni más ni menos que la capacidad de transitar los propios miedos, algo tan necesario como inevitable es el temor.

Pero repasemos la experiencia desde un punto de vista gestáltico. Uno de los conceptos más frecuentados es el de polaridades: aspectos que aparecen a nuestro entendimiento como opuestos, tales como la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad. Pues bien, si nos preguntáramos por el aspecto polar del amor, la mayoría de nosotros en seguida respondería que el opuesto del amor es el odio. Y así será, probablemente, desde un punto de vista semántico pero no tanto si lo miramos desde una perspectiva emocional. Amor y odio acostumbran a ir tan seguidos, si no juntos, y con tanta frecuencia como para hacernos sospechar si lo segundo no será sino un cierto grado de perversión de lo primero. A la vista está, cuántas relaciones acabarán sus días describiendo un giro hacia un odio tan intenso como apasionado fue su amor…

Así que, si el odio no es el polo opuesto del amor, ¿cuál será? Y permítanme ahora, simplemente, especular, ¿y si fuera el miedo? Al fin y al cabo, el miedo genera desconfianza y paranoia, caricaturiza la realidad mostrándola hostil y peligrosa haciendo del otro un ser malvado a nuestros ojos. Si queremos enfrentarnos a tal realidad, necesitaremos endurecernos, no dejarnos conmover, no nos vayan a manipular. El miedo lleva al autoritarismo y, desde éste, no puede crecer el amor sino, como mucho, la obediencia o la devoción. Así las cosas, percibimos nuestro propio miedo como un peligroso síntoma de debilidad frente al otro impidiéndonos contactar tanto con él como con nuestra propia vulnerabilidad. No olvidemos que amar implica siempre estar abierto a que me duela. Y si tanto me asusta el dolor, ¿cómo voy permitirme sentir amor?
Krishnamurti afirmaba a pies juntillas que amor y miedo no pueden coexistir y mientras vivamos con miedo, el amor no existirá. Me arriesgaré a dar la vuelta a la tortilla de este panorama desolador y explorar el hecho de que, en tanto que mutuamente excluyentes, el amor también tiene la capacidad de desplazar al miedo.

Así, no es casualidad que la reacción instintiva de los niños cuando tienen miedo sea correr a refugiarse en brazos de los padres. Otra cosa es que los padres interpreten que lo que el niño necesita es que se le quite el miedo: “No tienes por qué tener miedo” es una frase que hemos escuchado (y quizás pronunciado) hasta la saciedad. Paradójicamente, no sólo resulta harto difícil, pues el miedo rara vez atiende a razones, sino de dudoso beneficio, ya que, en definitiva, estamos transmitiendo el mensaje de que no hay que fiarse de las señales de amenaza que tan claramente se están percibiendo (el miedo no es otra cosa). Y desconfiar de la propia percepción es, precisamente, uno de los más insidiosos gérmenes del miedo y de la duda. Por no hablar de la exigencia de dejar de tener miedo, implícita en la frasecita. Ahí es nada.

Más allá de la posible y necesaria protección física, el acogimiento amoroso proporciona el soporte afectivo necesario para transitar un miedo que ya no es preciso dejar de sentir. La aceptación amorosa de nuestro miedo por parte de quien nos ama es el mejor aprendizaje de nuestra propia capacidad de aceptación amorosa de nosotros mismos, tal como somos, con miedo incluido. Porque conviene recordar que el miedo no es el problema, sino la solución. Pero, para que funcione, es necesario entregarse a él. Y temblar… lo que haga falta.

David Magriñá (abril 2009)

Reconciliación

Ahí estaba, sentada frente a ella, cara a cara. La veía tan estúpidamente inútil; sí, era desastrosa o, mejor dicho, era la Desastrosa, la llamaría así, la Desastrosa. Lo que hacía era absurdo, sólo se podía explicar porque fuese tonta o porque quisiese joderla, quizá ambas. Sea como fuere, era insoportable, sólo pensaba en quitársela de encima. Estaba tan harta de que no le hiciera caso. Empezó a decírselo una vez más, ¿cuántas iban ya? “Eres un desastre, ¿cómo puede ser? Sí claro, tu siempre con el cuento, ‘ay, me he olvidado, ay, lo que perdido…’ ¡Joder, que no es tan difícil! Sólo de organizarse un poco; que todos lo hacen menos tú. Así no se puede ir por la vida, ¿no ves que no irás a ningún lado? ¿Quién va a querer estar contigo? ¡Espabílate!”.
Después fue el turno de la Desastrosa, quien, mientras escuchaba a la Lista, iba cayendo y hundiéndose una vez más, ¿cuántas iban ya? Se hacía pequeña, le habría gustado desaparecer y, de hecho, ya lo intentaba ya: procuraba no contestar, darle la razón,… La entendía, no había nada más lógico, y eso la hacía sentir culpable pero es que no podía evitarlo, ojalá se le pasara y cambiara un día. Mientras tanto, sólo le faltaba que ella se lo fuera machacando.
Todo aquello no era nada nuevo, sólo una vez más, pero pesaba verse en esa rueda de hámster, en repetición sin fin. Acomodada en ello, la desesperanza se alimentaba también sin fin con cada una de esas veces.
Y con esa mirada se fueron y compartieron una semana más repleta de nítidos desencuentros.

Así que, de nuevo una delante de la otra, estaban dispuestas a hacer la misma escena, como un bucle temporal en una obra de teatro. Sin embargo, no todo era igual, cada vez pesaba más y la desesperanza engordaba. Sintió un lejano revolvimiento de tripas que se tornaba en desesperación y con su energía la incomodaba en su desidia. No podía más con ese diálogo infernal, eso sí que la volvía loca. Y se quedó callada. No sabía qué otra cosa hacer pero sí sabía que no quería seguir haciendo lo de siempre; la incomodidad se había transformado en decisión aun sin saber hacia dónde ni cómo.
– Acostumbras a juzgarla, sermonearla, burlarte… ¿qué sientes cuando miras a la Desastrosa y le hablas?- le preguntó la terapeuta.
La Lista repitió algunas de esas frases tan sabidas, que ahora empezaba a detestar, para darse cuenta del sentimiento de donde brotaba todo aquel corrido de sentencias; sentía desprecio por ella y estaba rabiosa. De hecho estaba enfadada con ella pero había algo más. Siguió escuchando un tiempo. De fondo sonaba una profunda impotencia. Eso sí que no le gustó nada; ¿impotencia?, no podía ser que “no-pudiera” sin la Desastrosa, que la necesitase. Demasiado tarde, lo obvio ya había ocupado el primer plano, era tan fastidioso como cierto que la Desastrosa tenía el poder de frustrarla: si no hacía lo que ella quería, no lo hacía y punto, por más que le cantara su lista de sus deberes, razones lógicas y broncas varias. Ahora sí que estaba jodida, se sentía muy frustrada y, sobretodo, desconcertada.
La terapeuta le sugirió: “no haces más que qué hablarle de ella, de lo que tendría y no tendría que hacer. Eso ya te lo conoces y acabas de darte cuenta de a dónde te lleva, a la frustración y la impotencia. ¿Qué tal si haces algo diferente? Háblale de ti”.

¿Qué le hablara de ella? Pero si ya lo hacía… o eso creía. Lo cierto es que todas sus frases solían empezar por tú… Lo intentó con el yo… empezó. Le fue mostrando su enfado, un enfado lleno de reproches tan conocido como antiguo, hasta que al poco se encontró hablándole de aquella vez en que, lo que la Desastrosa había hecho, a ella le había dolido tanto. La rabia se empezó a humedecer con el dolor y lloró. Claro que la necesitaba, mierda, ya la había necesitado y le había fallado… Y le seguía fallando aunque al menos ahora la iba castigando.
Otra propuesta: “¿quieres pedirle algo?”.
Uff, eso ya era reconocerle que la necesitaba. ¿Y si la Desastrosa se crecía y todavía pasaba más de ella? Tenía miedo. Tras largas pausas y bufidos varios, se lo pidió con la boca pequeña. Sorprendentemente, al hacerlo y escucharse notó claramente como todo en ella decía ‘sí, eso es lo que necesito, lo quiero’; así que lo volvió a pedir, ahora con más claridad y firmeza.

La Desastrosa ya tenía preparado el batallón de frases habituales pero no encajaban con lo que acababa de suceder, con cómo le había hablado la Lista. La miró, ahora la veía más que nunca. Sostuvo con dificultades el desconcierto mientras una mezcla de emociones se hacía presente, tuvo sensación de caos. Estaba contenta porque se sentía tenida en cuenta, pero a la vez, eso mismo dejaba en evidencia todas las veces que no había sido así, cosa que la conducía al dolor y al odio; además, ahora le tocaba a ella mostrarse, intentar explicarle qué le pasaba en vez de sólo soltar la retahíla de excusas y justificaciones, y eso la asustaba. Conmovida, intentó expresar todo lo que tenía dentro.
La Lista la vio asustada y frágil, incluso faltada de recursos o con pocas ganas… pero no desastrosa.
Estaban enfadadas, dolidas y, sin embargo, se habían acercado. Tenían mucho que decirse y que sentir, había un buen camino por delante.

Empezó un tiempo de querer mirarse, de mostrar y mojarse, de intentos; también de boicots, venganzas y patinazos hacia lo de siempre. Un tiempo de saberse, de enseñarse las heridas y de llorar juntas; y de compartir necesidades e ilusiones, de descubrir opciones tras las contradicciones.

Tras varios encuentros vuelven a estar ahí, sentadas una frente a otra. Esta vez para agradecerse esfuerzos la una a la otra, para reconocer el respeto, la honestidad y el interés por el cuidado mutuo. Siguen existiendo las diferencias en cómo sienten y viven la vida pero quieren lo mismo. Y se funden en un abrazo. Hoy no están cerca, hoy son una.

 

Ruth Vila (2009)

A eso de las seis de la tarde con mi sobrino

Mi sobrino está preguntón: por qué esto, por qué lo otro. Todas y cada una de mis respuestas le parecen incompletas y son la simple lanzadera de su próxima pregunta. Cuando mi ánimo flaquea deslizo algún tema de su interés, (los Gormitis, los coches…) a la espera extraviar su atención.

Ayer, me preguntó de corrido, “¿por qué en estas revistas (de psicología y crecimiento personal) siempre salen fotos del mar, de lagos, columpios, embarcaderos, puestas de sol; y las señoras y señores son tan guapos y sonríen todo el rato?”. Me pilló desprevenido, es algo que nunca he entendido, pero improvisé “supongo que intentan transmitir que vivir puede ser maravilloso” Contraatacó: “¿pues por qué no salen coches?”. “Bueno, –contesté- salen bicicletas bonitas”. Quedó pensativo y continuó: “Pep, la gente que sale en esas revistas ¿existe de verdad?” Me armé de valor dispuesto a escatimar un algo de su inocencia “existen, pero están retocados”. Respondió que su madre también le tocaba… (momento confuso); “no, es otra cosa ¿Te has fijado que nunca tienen granos, ni arrugas, que su piel es lisa y su cuerpo perfecto? pues es porqué con un programa de ordenador -el photoshop- los manipulan y consiguen dejarlos de foto”. Al quite, dijo rápido “¿como cuando limpiamos la casa?”, “algo parecido, sí”. La cosa había llegado a un punto de comprensión. Y siguió: “¿y yo puedo retocarme con eso?”; “¿para qué?”; me explicó que si fuera más alto sería mejor futbolista. Vaya lio. Además, soltó: “y tú podrías quitarte la cicatriz de la cara”, no me esperaba ese ataque. “Oye tú” -empecé- me cortó con otro interrogante: “Pep, tú tienes un photoshop de esos en la consulta, ¿no?”. Yo me puse a la defensiva y le dije que en la consulta no quitaba granos ni modelaba cuerpos y algo más que no recuerdo. Contrariado, me contó que ya lo sabía, que se refería a uno para el alma. Toma ya. Aquí el oficio de tío adquiere otra dimensión. Con la excusa de un pipí, fui a sentarme en la taza del wáter a meditar. Volví al sofá donde seguía expectante y, con la voz más cariñosa de la que fui capaz, le contesté que no tenía photoshop para el alma; vi en sus ojos la decepción, me mantuve firme y, más suavemente, le anuncié que no existían. Y que todos tenemos cicatrices, granos, incluso celulitis en el alma. “¿Por qué es así?” inquirió.

Imaginé el alma como ese lugar simbólico (o no, quién sabe) donde el devenir va dejando trazos; donde confluyen los posos de experiencias y emociones; el lugar interno al que giramos la vista, cuando la confusión o el dolor nos atenaza, en busca de ayuda o un poco de claridad. Afortunadamente, pensé, ese lugar está lleno de heridas, es justo allí por donde se cuela la luz.
Estaba a punto de soltar mi sermón, cuando incrustó otra pregunta: “pero, si no tienes esa máquina, ¿qué haces?”. Me sentí sitiado, tenía dos cuestiones guardando turno, así que contesté rápido “intento acompañar a las personas cuando el dolor les apremia; o cuando se sienten confusas y no entienden cómo pueden sentir lo que sienten o pensar lo que piensan. A veces el desconsuelo nubla la vista y entonces uno se puede transformar en un conejo miedoso, un brujo malo, una roca dura, o quién sabe. ¿Y sabes? las muescas del cuerpo y el alma acostumbran a ser puntos de apoyo; hendiduras donde detenerse e intentar apreciar lo incomprensible. Tal vez, en el fondo, mi único trabajo es ayudar a dejar de lado el photoshop del alma para poder ver lo que hay de verdad, no lo que nos gustaría ver. Tú ya me entiendes, ¿no?”. “No… pero si fuera terapeuta tendría una máquina para que salieran guapos”, me espetó. Cambié de rol y pregunté “¿por qué?”, “porqué sí”. Enseguida dijo “otra cosa…”, aquí utilice la estrategia antes referida y le colé: “espera, a ti quién te gusta más ¿Hamilton o Alonso?” “Vettel, ¿y a ti?”. ¡Bingo!, volvió a funcionar.

Josep Devesa (2009)

Gestalt, psicoterapia emocional

Cuando doy información acerca de la metodología gestáltica, después de englobarla dentro de la psicoterapia humanista, la defino como una terapia eminentemente emocional; sobre ello quiero extenderme un poco más en este escrito.
Desde hace unos años han ido proliferando las terapias llamadas holísticas, entre ellas las que entienden las enfermedades como la expresión de conflictos psíquicos y emocionales. Todas ellas tienen en cuenta los diferentes aspectos del ser humano tanto en su concepción como en su práctica.

El precursor de estos enfoques integrativos fue el llamado Movimiento del Potencial Humano, originado en Norteamérica en los años 50. Fue iniciado, entre otros, por Maslow, interesado en entender al ser humano estudiando también su estados más avanzados (que los llamó las “experiencias cumbre”) y por Rogers que promulgó la atención incondicional y la humanidad del terapeuta como el mejor agente curativo. De ahí nació la Psicoterapia Humanista, oponiéndose al conductismo, que en aquella época tenía como objetivo conseguir un cambio comportamental para aliviar el sufrimiento, y al psicoanálisis, que buscaba y busca la cura a través del desvelamiento del inconsciente mediante la palabra.
La Psicoterapia Humanista entendía que la persona no sólo es su comportamiento o su inconsciente y su mente. Incorporó su cuerpo y sus impulsos, contempló e impulsó su capacidad de sentir y de emocionarse, usó y alentó su capacidad de imaginación y su intuición y también atendió su dimensión espiritual.
Todas las corrientes humanistas atienden el nivel emocional. La Gestalt las despierta a través de la atención a lo que va sucediendo momento a momento y las usa como vía regia por las que el sujeto se puede ir acercando a sí mismo. Aparte del uso emocional defensivo, propio del funcionamiento histérico -que tiene que desmantelarse-, todas las emociones ponen de manifiesto aspectos íntimos. Reconocerlas y darles valor, aporta orientación y significado a las decisiones y elecciones personales. Dado que la angustia suele ser uno de los motivos de consulta, ésta va a ser una de las emociones a las que en sesión también atendemos. Al darle espacio, pueden ir emergiendo justamente las experiencias, con sus correspondientes emociones, que la persona desconoce y quiere evitar y que sustentan su sintomatología y su mal estar.

No es tan simple. El malestar está y las ganas de sentirse mejor también, sino la persona no iniciaría una terapia. Sin embargo, también vienen en el mismo paquete todas las interrupciones defensivas para no entrar en aquello que uno teme, por desconocido, traumático, doloroso… Ahí es uno de los ámbitos donde el uso de lo que el terapeuta siente tiene mayor eficacia. La evitación del propio sentir por parte del paciente sustenta la actitud con la cual está en sesión y con ello contribuye a despertar emociones en el terapeuta. En Gestalt, además de los conocimientos teóricos y técnicos, para realizar nuestra tarea, los terapeutas nos entrenamos no sólo en el reconocimiento sino también en el uso de lo que sentimos frente al paciente para facilitarle el acercamiento a sí mismo.

Termino ahora enfatizando que sentir, reconocer mi experiencia, abrirme a las emociones que se me despiertan en relación con mi entorno y a los tonos emocionales con los que me trato a mí mismo/a, atendiéndolos, asumiéndolos como propios y encarando sus consecuencias, es lo que facilita que mi vida vaya adquiriendo el sentido que tiene y que quiero y puedo darle.

Cristina Nadal i Muset (abril-2009)

Yo tengo razón

No hace mucho, en un taller que tuve el placer de compartir con un terapeuta, viejo conocido y más reciente compañero y amigo, pude redescubrir el significado de un concepto frecuente en la terapia: La idea loca. Parece una idea. Tiene la forma y la apariencia de tal, pero cuando la miras de cerca resulta que no lo es tanto, ya que no aporta nada nuevo sobre la realidad, ninguna información. Y ponía un ejemplo clásico para los temerosos: “El mundo es un lugar peligroso” Claro que sí, cuánta razón hay en esta frase. Y es que si existe peligro en alguna parte, sin duda alguna está en el mundo. Lo mismo podríamos, de hecho, decir de la seguridad, o de la belleza, o la fealdad. El mundo es un lugar bello, dirá el artista. El mundo es un lugar placentero, dirá el hedonista. El mundo es un lugar bueno, dirá el místico. Y todos ellos tendrán razón, pues en el mundo hay todo eso, pero ninguno estará en lo cierto, pues el mundo es mucho más. O tal vez no llegue a tanto. Es decir, que quizás el mundo es, ni más ni menos, lo que es.

Poco más tarde, comentaba con algunos participantes cómo últimamente me estaba dando por asistir, en la tele o en foros de internet, a sesudos debates ideológicos y observar que, si relajaba el tirón de tripas inevitable al escuchar a unos y otros (es curioso, por no decir sospechoso, como algo tan abstracto como las ideas puede provocar este extraño efecto intestinal), me encontraba como ese niño veleidoso que abre por primera vez sus sentidos al intrincado mundo del razonamiento adulto, casi hechizado, dándoles alternativamente la razón a unos y a otros mientras defendían posturas radicalmente opuestas e ideológicamente incompatibles. Alguien me comentó bienintencionadamente qué bonito es aprender de los que piensan distinto si nos paramos a escuchar, pero me temo que la cosa no iba por ahí. Literalmente llegué a pensar que todos tenían razón, toda la razón. ¡Qué inseguridad sentí, qué indefinición, qué vergonzosa falta de criterio propio! O quizás, ¿qué engañosa es la razón?

Así que, de pronto, se me hizo claro que razón no es igual a verdad. Pido disculpas a los filósofos por esta afirmación tan pueril sobre la que, sin duda, llevarán siglos argumentando y debatiendo (y con cuánta razón, presumo), pero lo cierto es que en aquel momento se me apareció como una de esas obviedades de lo cotidiano, con toda la fuerza que eso tiene. Razón tiene más que ver con justificación y fundamentación. Una construcción sólidamente argumentada que sostiene aquello que se pretende. Y como argumentaciones hay de todos los colores, parece que cualquiera puede tener razón defendiendo cualquier cosa, a poco inteligente que sea. Por lo mismo, el grado de razón poco tiene que ver con el grado de realidad, sino que parece guardar proporción directa con la habilidad del orador en construir razonamientos e inversa con la capacidad del interlocutor en tirarlos por tierra. Sospecho que la razón no se tiene, sino que se da o se toma con más o menos legitimidad, al igual que la autoridad y el poder. Y esto ya ni siquiera habla sólo de quien la recibe sino, ¡ay!, sobre todo de quien la otorga. Y mientras tanto, a la realidad que le den.

¿Cómo aproximarnos entonces a la realidad? Desde luego, no mediante la razón, al menos no en estos casos. Buenas y mejores razones nos podrán hacer ganar un combate ideológico e incluso hacernos con toda la razón pero esto, paradójicamente, es lo que nos mantendrá completamente ignorantes de lo que de verdad nos está pasando a nosotros, ese pedacito de realidad que somos, en relación al tema de que se trate. La luz de la razón que tan aparentemente ilumina el mundo puede, a menudo, cegarnos de nosotros mismos. En contrapartida, el enfoque gestáltico nos proporciona una herramienta tan ingenuamente sencilla como fiable: atender a lo obvio. ¿Y qué es lo obvio? Precisamente, ese tirón de tripas, ni más ni menos, en toda su visceral, obscena y pragmática realidad, signo inequívoco de que una parte de nuestro ser se revuelve inquieta. Escuchar este movimiento, acompañarlo, dar cauce a esta energía y permitirle su expresión a través del propio cuerpo o mediante la emoción es una buena alternativa para conocer de qué manera esa situación particular nos está haciendo sentir amenazados, o heridos, o trastocados, o necesitados, o vaya usted a saber qué…

O bien podemos emplear toda esa energía en armar un nuevo razonamiento, más sólido, más contundente, más irrefutable. Seguramente no aprenderemos mucho de nosotros mismos pero es que da tanto gusto tener la razón… Y quien sabe, quizás hasta ganemos las próximas elecciones.

David Magriñá (2008)

Iniciar terapia

Al plantearse hacer una terapia aparecen diversos aspectos sensibles. Me parece interesante, además de práctico, deslizar unas cuantas reflexiones que entiendo pueden resultar de cierta utilidad en ese momento.

Cabe precisar que cuando eso sucede, significa que se está decidiendo pedir ayuda. Empecemos diciendo que no para todos es fácil por igual. Pedir ayuda puede representar, por ejemplo, asumir un “no puedo solo” que puede resultar vergonzoso, incluso humillante. Si bien ya queda lejos ese cliché que relacionaba hacer terapia con ir al loquero, resulta que estamos inmersos en una dinámica en la que prevalece el triunfo y sus derivados como aquello que valida y evalúa la excelencia personal; por no hablar de la social, que está mucho más mediatizada. Creo que es necesario reconocer de una vez que, en la mayor parte de los casos, hacer terapia requiere, paradójicamente, de una buena dosis de coraje.

Una vez se atraviesa esa posible primera dificultad, aparece otra no menos substancial: mostrarme. Mostrarme ante una persona a la que no conozco, de la que no sé nada; quizás en el mejor de los casos dispongo de alguna referencia. Como decía, me hallo en la situación de revelar eso que me pasa, mi conflicto o dificultad. Es decir, lo que no sé o lo que no puedo. Dónde estoy perdido y no me encuentro… o lo que sea pertinente. No queda otra que desenmascararse y descubrir lo blandengue, estúpido, manipulador, mentiroso, necesitado, solitario… o muchas otras miserias –o lo que se suele considerar miserias- que puedo llegar a ser, sentir o hacer. Dependiendo del carácter de cada cual eso supondrá un aprieto más o menos intenso. Claro que para este tránsito uno puede recurrir a un ejercicio exhibicionista, una trabajada seducción, pero lo más usual es que signifique un trance más cercano a la intimidad, el dolor, el pudor…  En ocasiones el simple acto en sí se muda en bálsamo. En otras, hay más matices; por ejemplo, puede consistir en un juego entre luces y sombras en el que se intenta que nombrando las luces se atenúen las sombras o al revés… O bien, puede que resulte más elocuente lo que se calla que lo que se dice.

Lo irrefutable es que si uno intenta, ya que está, mostrarse honestamente, eso lo lleva a sentir una profunda vulnerabilidad -no siempre fácil, ni siempre el primer día- que resulta ser un buen punto de partida.

Con estas ideas cazadas al vuelo estoy intentando transmitir que, en el momento de decidir y empezar una terapia, son muchos los elementos que aparecen que van más allá del síntoma que me lleva a terapia y que, ciertamente, pueden –suelen- tener relación directa con el síntoma que me acompaña. Obviamente, estos elementos pueden –deben, si me apuran- ser muy aprovechables en el proceso terapéutico. Entendámonos: la terapia empieza justo en el momento en que uno decide hacerla, no en el momento en que uno pisa la consulta. Y todo eso que experimento ya deviene un buen espejo en el que mirarme.

La terapia es (sólo) lo que es. Valga esta somera frase para iniciar una última reflexión, ésta sobre el alcance y los límites de la terapia. Quiero referirme a lo que podría denominarse “idealización de la terapia”. Tal vez, para encuadrar el asunto, conviene decir que, a grandes trazos, entiendo que la terapia se asienta en dos vías de trabajo. Por un lado, apunta a la posibilidad de lograr un auto-apoyo que me permita manejarme mejor en las situaciones en las que me siento abrumado y no consigo manejar o resolver. Y, por otra parte, de fondo el asunto es tender a ese conocimiento de sí que posibilite desarrollar las potencialidades y asumir y sostener mis límites. Me parece necesario apuntar una obviedad para hablar de este punto que entiendo cardinal: la idea o ilusión de que el conocimiento de sí, el crecimiento personal, lleva emparejado una suerte de sabiduría que me librará del dolor y conflicto inherente de la vida. Dicho de forma más precisa, en esta ilusión subyace la idea de que, si se consigue arribar a un estado de comprensión y madurez suficiente, éste operará tanto de paraguas como de filtro transformador de las vicisitudes emparentadas al dolor que nos depara la propia existencia, quedando inmune a él. A mi entender, si esto ocurre, tal vez es conveniente empezar a preocuparse… Me resulta muy sugerente y meridiana una frase de Umberto Eco: “El que se sienta totalmente feliz es un cretino”. Creo que no hace falta añadir mucho más… Quizá, que para mí, en el fondo de esta afirmación late un susurro compasivo que me anima reconocerme como carente, a la vez que simplemente humano.

 

Josep Devesa (2008)

 

 

Distanciarse

El camino es largo -¿hacia dónde?
En cada paso un poco más de tristeza, 
como el polvo, se pega a mis pies. 
(No llores, no merece la pena)
Sé que debo soltar y arrojar
la carga que pesa sobre mis hombros.

La mentira es débil y no resiste el tiempo,
los sueños sólo duran mientras uno duerme.

Y cuando me haya lavado la cara
y secado mis ojos –ni costra ni mirada turbia- 
¿podré decir al mirarme al espejo «ésta soy yo»?

(Inés 1983,revisado en 2012)

Uno es alguien múltiple. Numerosas partes, diversos aspectos, cualidades, formas y deseos, viven y se desviven en eso que creemos ser: un único yo.

Uno tiene un camino que hacer, que es el largo camino de vuelta a casa, para encontrarse con su propio mundo interior y empezar a conocer la multiplicidad de seres y la diversidad de espacios, habitaciones, escenarios, calles, callejuelas y paisajes que componen el tan temido por desconocido mundo interno. Que existe, aunque no lo podamos ver. Hacen falta ganas y sentimiento verdadero, y trabajo, es decir, esfuerzo, para encontrar esa verdad que llevamos dentro.

Es preciso, a despecho de esa ilusión de ser un único yo, empezar por ser dos: el que vive y se desvive y el que observa lo que pasa dentro. Es preciso desdoblarse conscientemente, separarse, distanciarse de uno mismo, para crear ese observador interno que pone luz y enfoca ahí donde no vemos; que observa toda la multiplicidad, todas las divisiones internas, contradicciones y personajes que se mueven, reaccionan y también se ocultan en uno mismo; que permite también ver las partes temibles de uno mismo (menos temibles cuanto más se las ve). Sólo entonces empezamos a caminar sabiendo por dónde vamos y podemos hacernos el propósito de tomar una dirección.

Inés Martínez

EL vacío y el amor

Agradezco vuestra presencia, la de los lectores para los cuales escribo, y escribimos, y agradezco especialmente la escucha de los oyentes de la charla que di recientemente en Aula, en la que intentaba encontrar relaciones y versiones entre el vacío y el amor. La leve angustia que me acompañó al día siguiente me impulsa a escribir este escrito.

Subrayo la idea principal de dicha relación:
El amor requiere el vacío.

Una primera evocación que vincula estos dos términos se refiere al vacío que deja la falta de amor. De ahí emergen algunas versiones. Una de ellas se refiere al hueco que deja el ser amado cuando se va, por muerte o abandono, incluso aún habiendo sido nosotros quienes hemos dado el paso de separarnos. Ahí necesitamos entrar en el duelo, que pasa por diferentes etapas y que es lento, para curar el dolor que va a permitir reabrir el hueco y volver a amar a otro/a. Otro derrotero será cuando el duelo se detiene, bien por negación del dolor o bien por estancarse en la melancolía al no soltar el fantasma del otro. Ambos caminos obturan el hueco necesario para amar.

Del vacío del que más hablé es del que nos constituye, del que nos atraviesa gracias a que somos mamíferos con un lenguaje altamente simbólico. Iniciamos nuestra identidad sobre la base de una imagen que, imaginariamente, nos permite sentirnos enteros, como si fuéramos de una pieza. Si tenemos la suerte de que el padre o sustituto nos facilite separarnos de la natural simbiosis con nuestra madre, podemos entrar, al menos, en el ámbito de la rivalidad que reza o yo o tu. Es una etapa necesaria del desarrollo, donde sigue operando masivamente el pensamiento mágico y que, si permanece en el tiempo, potencia la competitividad y la guerra. Necesitamos resquebrajar el ideal para poder amar además de odiar. Para dar espacio a mi y a los otros. Si yo no puedo sentir confianza en mí y en los demás (sabiendo, por supuesto, que los otros pueden ser tan bichos como yo) es porque estoy sosteniendo una imagen de mí que no me permite no ser. Que no me permite ser nada. Esa nada necesaria para poder amar de forma madura, no sólo depender o hacerme imprescindible o bien confundirme con el otro.

La filosofía oriental nos alienta a desidentificarnos de nuestras características y de nuestros deseos, nos invita a desapegarnos para ir descubriendo la mentira de las apariencias. La Gestalt nos invita a identificarnos con todas nuestras características, a ser todo lo que identificamos que somos, enfatizando lo que querríamos evitar, y nos acompaña a vivir todos nuestros opuestos. Es así, estirando los polos, siendo tan cabrón como bondadoso, dependiente como contradependiente… como podemos ir transitando por el centro indiferenciado, generador de cada polo y común a todos ellos. Es así como podemos ir transitando la nada generadora de todas las características que halló Friedlaender -el primero de los tres maestros que Fritz Perls reconoció. Esa nada, ese vacío fértil necesario para dejar el control a la situación y abrirnos a poder amar. Ese vacío que el narcisismo no resquebrajado ni asumido no permite.

No sabemos, nos inquieta, nos asusta y angustia, y también nos avergüenza, reconocer que estamos solos. Que aunque estemos hechos todos de la misma pasta, de la misma materia, somos seres sueltos. Y si maduramos, somos atravesados por el vacío que nos va a permitir encontrarnos. Eso, si no pretendemos que el otro nos llene el nuestro o llenarnos a través de llenar el vacío del otro. Para ello, sólo cada uno/a puede hacer el trabajo de identificar, gritar, rabiar, llorar… la carencia de amor infantil; asumiéndola, sin pretender llenarla. Llenarla es obturar el hueco necesario para poder interactuar, negociar, entrar en contacto y retirarse, poder sufrir y disfrutar.

Por cierto, es imposible querer, amar, apreciar verdaderamente, si no nos apreciamos y amamos a nosotros mismos, tanto en nuestras grandezas como en nuestras miserias. Tarea nada fácil.

Ahí, frágiles, vulnerables, no de una pieza, solos, ventilados como el gruyere y manejándonos con la pretensión de no ser eso, es donde podemos dar lo que no tenemos al otro que no es. Así es como podemos dejarnos afectar y también ¡oh, sorpresa!, abrirnos al vacío y al amor… ¿universal?

Cristina Nadal i Muset (abril-2008)

Maltrato íntimo

Nos maltratamos. Lo hacemos unos a otros y no sólo en base al género. Es obvio que cualquier excusa es válida si uno tiene la intención de maltratar: la edad, la incapacidad, la religión, la clase social, la nacionalidad… En definitiva, cualquier diferencia que no toleremos vale.

Pero yo me refiero a otro maltrato, mucho más extendido. A aquel que se da en el silencio de la soledad. A cómo nos maltratamos a nosotros mismos. Acostumbramos a decirlo muy suavizadamente: “tengo la autoestima baja”. Dicho así, como si hablase sólo la parte de nosotros que lo recibe, podemos despertar ternura, empatía o ganes de ayuda por parte de los demás y, evidentemente, no suena a “malo”. Claro, para eso sirven los eufemismos, para mantenernos no-tocados por alguna cosa que nos resulta amenazadora.En este caso, se trata de hacer ver que aquel quien hace el maltrato no somos nosotros. Pero, al alejar este hecho de la conciencia, también nos alejamos de la posibilidad de plantearnos si nos está bien, sies lo que queremos. Una vez más, la conciencia es la puerta a la libertad.

Así que mejor sin eufemismos: nos maltratamos. Y sabemos hacerlo de muchas formas, si bien cada uno tiene preferencia o facilidad por algunas de ellas. Quizá alguna os resulte familiar: podemos exigirnos, aplazar las necesidades continuamente, insultarnos directamente, no valorar nuestro criterio frente al de los demás, burlarnos, despreciarnos, mandarnos callar, obligarnos a permanecer en lugares donde no queremos estar, no escucharnos realmente, agredirnos físicamente, etc. Nos lo hacemos, principalmente, a través de las frases que nos decimos –y repetimos hasta la saciedad- al hablarnos pero, sobretodo, con el tono con que nos las expresamos. Es éste el que refleja fielmente la actitud con que nos relacionamos con nosotros mismos. A menudo, intentamos una excusa fácil: “es que es verdad esto que me digo” pero, ¿desde cuándo tener la razón da derecho a tratar mal a quien no la tiene?

Los humanos tenemos conciencia. Es un don inevitable que nos da la capacidad de mirarnos a nosotros mismos, de que nos pasen cosas al vernos y de relacionarnos con nosotros mismos. Ahora bien, la forma de mirarnos y de relacionarnos es algo que aprendemos, básicamente durante la infancia. Nos vemos y nos tratamos como nos han mirado y tratado.Evidentemente, no sólo aprendemos a tratarnos insanamente sino también a apoyarnos, cuidarnos, ayudarnos… querernos, en definitiva. Sino no estaríamos vivos. Cuando no sabemos hacer esto frente a determinadas situaciones y vivencias es cuando utilizamos la salida del maltrato. Por suerte, seguimos aprendiendo durante toda la vida, de modo que podemos revisar y readaptar nuestra relación interna según nuestro momento y criterios actuales; es decir, transformarla.

Y ¿qué maltratamos? Pues todos aquellos aspectos de nosotros mismos que no nos gustan y que los vivimos como peligrosos (harán que no nos quieran, que nos ataquen, que nos quedemos solos,…). No podemos escoger lo que sentimos, pensamos o notamos físicamente en una situación, tanto si nos gusta como si no, pero sí podemos escoger qué hacer con eso que hemos vivido. Y cuando elegimos maltratarnos, intentando en esencia anular esta vivencia, eliminar esta parte de nosotros mismos, nos quedamos en un punto muerto ya que obviamente –o no tanto- no podemos “recortarnos” un trozo, somos un todo. Intentar un imposible no es una opción demasiado fructífera, ahora, entretiene muchísimo y no deja de ser una acción más superficial y a corto plazo (que requiere menos energías y da una cierta calma con rapidez) que plantearnos “¿cómo es que estoy sintiendo esto? ¿Qué necesito? ¿Cómo es que pienso que es malo? ¿Cuál es el peligro? Y ahora, ¿es realmente así de peligroso? ¿Qué quiero hacer?”.

Nada de lo que sentimos es “malo”. Según qué hagamos con ello podemos hacer mal y hacernos mal. Trabajar la relación con nosotros mismos y los conflictos que tenemos con algunos de nuestros aspectos hace posible integrarnos en lugar de dividirnos a fuerza de peleas e intentos de anulación; y ya lo dicen, la unión hace la fuerza. Aquello que antes era un lastre se convierte en una ayuda.

¿Qué elegís?

Ruth Vila (2007)