La identidad, herramienta o prisión

Érase una vez un niño que nació. Bueno, él no sabía qué era eso de nacer, ni lo de respirar,… De hecho, tampoco sabía que él era un niño, ni siquiera que existía un él que ser. Para él sólo había un mar de sensaciones, caóticas y aleatorias, a través del cual su instinto trataba de guiarle, favoreciendo las agradables y evitando las desagradables.
A medida que se desarrollaba y ganaba habilidades iba desplegando sus capacidades (llorar, moverse, gritar, sonreír, estarse quieto,…), así como ciertas relaciones entre ellas y las sensaciones posteriores. Empezaba así a aprender qué gustaba o disgustaba a mamá, papá o quien fuera que estuviera por allí cuidando de él. Dado que no se valía por si mismo, su supervivencia dependía de lograr la suficiente atención para recibir cuidados, por lo que tratar de ganar control al respecto era vital. Aunque esas correlaciones entre lo que hacía y la reacción del entorno no siempre se cumplían con exactitud; y fue gracias a esa brecha de desencuentros, con sorpresas agradables y frustraciones varias, que empezó a esbozar un yo y un lo otro.
En su tarea de obtener la atención de sus cuidadores era imprescindible guiarse por sus miradas, expresiones, gestos y palabras. Como quien frente a un espejo se descubre a sí mismo, el niño aprendió de sí a partir de lo que le devolvían quienes le contemplaban y se relacionaban con él. Así fue perfilando un dibujo de si mismo, de quién soy yo.

Como él, cada uno de nosotros toma nota de que es divertido porque los de afuera se ríen y nos lo dicen; o ridículo porque también se ríen pero de nosotros; quizá ignorable porque apenas nos miran; admirable porque no pueden dejar de contemplarnos; o pesado porque se apartan y nos hacen callar; raro porque nos miran con extrañeza; poderoso porque nos obedecen; puede que malo porque se escandalizan y nos temen… Vamos elaborando una lista de quienes somos e, inevitablemente, definiendo otra con todo aquello que queda fuera, la de quienes no somos.
Es así como construimos nuestra identidad, ese yo que será el sujeto de nuestro vivir, de lo que llamaremos nuestras sensaciones, nuestro sentir, nuestros pensamientos, nuestras acciones… y salimos al mundo equipados con ella. Es una cualidad humana fundamental, fruto de nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, que nos dota de gran potencia para afrontar la incertidumbre de la vida: con ella anticipamos con qué contamos y cómo va a reaccionar el entorno en una situación determinada.
Hasta aquí todo parece fantástico. Y lo es, pero no sólo. Si nos fijamos bien, algo tan esencial resulta que está construido de un modo un tanto peculiar… Veamos, si alguien me mira extrañado, ¿soy yo la extraña o es el otro el que no ha visto en su vida algo como yo?, ¿la extrañeza es sólo debida a mí o depende de las vivencias y patrones desde las que el otro me contempla? Frente a un mismo objeto cada persona puede reaccionar diferente, no existen certezas al tratar de predecirlo. Todos hemos oído eso de que “la belleza está en los ojos de quien mira”; todas las otras cualidades, también. Sin embargo, esta es una realidad que no tenemos en cuenta cuando trazamos el “esto soy yo”; nos basta con que unos cuantos coincidan en su reacción para atribuirnos una cualidad y sentirla como inherente a nosotros. Parecería pues que eso que vamos colocando dentro del saco de yo resulta ser más bien quién es el otro.
Todos pasamos por este proceso y todos nos encontramos en un momento funcionando con un yo rígido y repleto de contenidos que no se adapta a lo que realmente somos. Será la vida con su continuo devenir de situaciones quien nos irá mostrando ese desajuste cada vez que nos hace resonar con vivencias del territorio del eso no soy yo, yo no soy así… Pero recordemos que la identidad cumple una función ligada a la supervivencia y, como tal, la defendemos. Cuando algo impacta en ella optamos, en primer momento, por negar la realidad antes que cuestionarnos. Podemos pensar que “tú me lo provocas”, “es por ti”, “si tú no hicieras tal o no fueras cual yo no sentiría esto”… que no es más que una versión discreta, pero igualmente engañosa, de las posesiones mágicas de ataño. O bien podemos negar directamente. En definitiva, disponemos de mil y una estrategias.

Pero el precio de esta defensa es alto y, en la medida en que hagamos un uso excesivo de ello para afrontar las situaciones, alimentaremos nuestra neurosis. Sin embargo, si nos abrimos a cuestionar nuestra identidad aunque sólo sea por algún rinconcito (para nada se trata de desmontarla toda) podemos ir conociéndonos, sabiendo del yo real, del que está en continuo devenir de ser; y podemos crecer, ensanchar nuestro yo para caber dentro. Quizá podamos incluso aprender que ese trazo, para sernos realmente útil, no puede apegarse a cualidades fijas y eternas porque nosotros no somos fijos e inmóviles, más bien se trata de una línea vacía y flexible que se puede ajustar a nuestra realidad momento a momento, que nos define aquí y ahora para que todo aquello que surja en nosotros, nos guste o no, pueda ser reconocido como tal y tomado como base para decidir qué hacemos. Es así como podemos ir pasando de ser esclavos de esa primera identidad rudimentaria a dueños de la potente brújula que en realidad es y que nos orienta en la vida.

Ruth Vila (Mayo 2010)

Comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.