Experiencia

«La experiencia es un grado» decía mi padre, pero como eso puntuaba a su favor intenté buscar razones para dejar en evidencia la afirmación. Las busqué en vano. Era y sigue siendo una certeza. Y no creo que sea necesario argumentarlo.

La experiencia se puede observar de dos formas distintas. Tenemos la que se obtiene a base de tiempo: en cualquier labor que efectuamos de forma regular, el devenir va dejando un rastro de conocimiento y destreza. Y está la otra, esa que no requiere tanto del tiempo, sino que surge de una vivencia inmediata de algo. Sirva un ejemplo para ilustrarlo, pongamos que alguien sufre un atraco, en unos instantes ocurren varias cosas: sorpresa, la adrenalina subiendo, palpitaciones y una reacción, que puede ser arriesgada, prudente, ingeniosa… Si más tarde, en una charla de café, casualmente le preguntan si sabe qué es eso de un atraco seguro que la respuesta no será «La verdad es que no lo sé muy bien, no tengo mucha experiencia. Sólo me han atracado una vez».

Sobre este último tipo de experiencia, la que no está relacionada con el tiempo, versará este escrito, a partir de un par de reflexiones.

La primera: tiene que ver con la terapia gestalt, que en lo más íntimo se basa en la experiencia y el percatarse. Ahonda en la importancia de lo fenomenológico, es decir, el proceso que uno experimenta como propio; la búsqueda de comprensión basada en lo que es obvio o revelado por la situación, más que en la interpretación del observador. La importancia dada a esta premisa florece en la valoración del momento y lugar presente (aquí y ahora), y en la valoración de la realidad concreta. Es decir, sentir y experimentar más que pensar e imaginar, sin que ello signifique que pensamiento e imaginación deban eliminarse ya que son funciones útiles y necesarias para el desarrollo humano. Dicha prevención se entiende desde la constatación de que cuando estas funciones están desvinculadas del sentir y experimentar llevan a una deriva de justificaciones y racionalizaciones que pueden ser profundas y elaboradas pero vacías de contenido real.

Para facilitar la experiencia en la sesión de terapia, la gestalt dispone de una afortunada herramienta: la propuesta de experimento. Así llamamos a las sugerencias o indicaciones que hace el terapeuta al paciente en sesión individual o de grupo, y cuyo fin es que exprese algo mediante el comportamiento, en lugar de limitarse verbalizar o conocer internamente su experiencia. Puede incluir movilizaciones corporales, uso de la voz, visualizaciones, descargas emocionales, expresión artística… El asunto es llevar al paciente a entrar vivencialmente en el tema que está trabajando y transformar el hablar acerca de algo en un hacer. Es decir, se pide a la persona que se explore activamente a sí misma. Esto permite llegar más a fondo en el tema trabajado: no es lo mismo declarar «estoy muy enfadado» que expresar el enfado con gestos, sonido o golpes en una almohada, por ejemplo. Ya que puede pasar que mientras estoy expresando, como sea, el enfado sienta deseos de llorar, abrazar o reírme de mi mismo… Se puede apreciar el paso que permite observar, profundizar y, consecuentemente, seguir trabajando el tema en cuestión desde otro lugar. Es importante subrayar que los experimentos están esencialmente diseñados para ayudar a descubrir, y no para fomentar un comportamiento en particular.

La segunda: está en mi ánimo prevenir acerca de una enfermedad, muy actual, que a mi entender es susceptible de complicar el asunto que nos ocupa. Llamo a esta patología consumismo experiencial o, técnicamente, experiencitis. Con este término me refiero a la acumulación de experiencias, como si fuera eso – acumular- lo que permite madurar. La experiencia como fin en sí mismo. Las experiencias son tragadas en grandes cantidades y eliminadas sin que medie ningún tipo de asimilación. La velocidad inherente al asunto, produce una suerte de ilusión que entretiene y consuela el mismo vacío que crea. Está retroalimentación permite que el engaño puede mantenerse sin que en apariencia se note: en general los afectados aparecen satisfechos de su experiencia, sin atisbar siquiera que está se resume en la imagen y el prejuicio de una vivencia apenas rozada, tal es la rapidez y consecuente acumulación de estímulos.

Se puede afirmar (por ejemplo) ser un melómano cuando se tienen las obras completas de Beethoven y Jonnhy Cash en unos cacharros diminutos, en los que se pueden acumular más de cien horas de música (que nunca será escuchada). O bien, se formulan juicios de gran calado tipo «las mujeres (o los hombres) son todos iguales» después de una gran experiencia en Donjuanismo. La experiencitis, en fin, puede darse en todos los ámbitos, el del crecimiento personal incluido. Velocidad, intensidad, acumulación… de fondo está la imposibilidad de parar, como si relajarse fuera morir. Como si, indefectiblemente, la pausa llamara siempre al vacío, temiendo que éste sea el espejo que nos reflejará la soledad, el sinsentido, la frustración; sentimientos que, por otra parte, siempre están, en cierta medida, en nuestra vida.

Sin restarle un ápice a cualquier tipo de experiencia, por más loca que sea, y sin tener que llegar a eso de «menjar poc i païr bé», sí que considero un factor de aprendizaje y de salud, aquello de «honra a tu experiencia», feliz síntesis que le escuché, hace ya tiempo, a Albert Rams.

Josep Devesa (2004)

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