Control

Hablemos un poco del control. ¿Que qué control? Pues ése con el que me atenazo y me agarro a mi mismo, que, paradójicamente, me convierte en prisionero y carcelero al mismo tiempo. Con el que a veces parecería que puedo detener mis funciones vitales. Casi aletargarme, casi. Puedo intentar, si hace falta, la pirueta de detener el tiempo. O bien ese control a través del cual los ojos se convierten en un faro; el cuello rígido; tenso y endurecido el cuerpo; sin respiración, observando, juzgando, administrando. Ocurre cuando me siento inseguro o en momentos de miedo y temor: que no se mueva nada, que no pase nada. Y, por supuesto, si es necesario se controla a los demás: que el otro no me toque, ni me altere, ni me hiera o, por qué no, ni sonría ni disfrute. Así estamos. Como veis, no hablamos del control de la inflación, ni del control de la calidad, ni del a menudo necesario control de las emociones.

Yo controlo, no me hace bien pero no siempre puedo evitarlo. No (me) suelto…, y punto. Observándolo con una mirada especialmente comprensiva te juro que puede entenderse. Sí, suena muy bonito lo de confiar en la vida, abrirse a la experiencia y demás. Pero, ¿quién me asegura que la vida es sabia o confiable? Y, aunque lo fuera, cómo adivinar que sabe lo que me conviene mejor que yo mismo, pese a mi ceguera endémica. Claro que me ha dado buenas y agradables sorpresas y aprendizajes, pero también tremendos palos. Y, la verdad, eso de que la letra con sangre entra está fuera del manual del buen pedagogo, a ver si será que la vida por milenaria está anclada en el pasado. Además: huracanes, sequías, terremotos -reales o simbólicos-, la vida, tan sabia ella, a veces se vuelve loca. ¿Debemos pues, simplemente, zozobrar fluidamente? Preguntará sagaz el abogado del diablo.

Entonces ocurre que fantaseamos que el control nos librará de eso que tememos o nos inseguriza. Bonita ilusión. Pero a estas alturas de la película ya sabemos que los síntomas que nos confunden y producen mal vivir se mantienen, entre otras razones, gracias al esfuerzo de que nuestra experiencia lo más inocua posible. Mediante este tipo de control evitamos que asomen vivencias, sentimientos o pensamientos que nos pongan en duda. Con lo que perpetuamos (¿perpetramos?) la angustia: esta claro que lo evitado no desaparece por, simplemente, mirar a otro lado. Y dicha angustia genera más necesidad de control, con lo que -necesariamente- nos instalamos en un círculo vicioso.

El control como forma de evitación -que es en definitiva de lo que estamos hablando- puede tomar formas rebuscadas y paradójicas. Cómo cuando para evitar el dolor uno le da a la bebida con graduación, y lo que es una forma de descontrol se torna en herramienta que ayuda a tener el vacío o dolor controladito. O bien se enarbola una sonrisa beatífica para controlar una situación comprometida. También sabemos que para ahogar la angustia que nos producen las emociones negativas, una opción que tenemos es entretenernos en observarlas y juzgarlas (sólo) en los demás. Mil y una combinaciones que se establecen y conforman en función del propio carácter y de la experiencia vivida.

Soltarse!, ¿cómo es eso? Pues a mi entender, como la fruta madura que se suelta por su propio peso. Ya que cogerse a uno mismo por la pechera y zarandearse al grito de ¡suéltate!, es -sólo- un vistoso ejercicio gimnástico, necesario, a lo sumo, en algún momento. Diría que la cosa va más por la confianza y la humildad. Dos cosas susceptibles, únicamente, de ser cultivadas. Y el cultivo, cualquier cultivo, requiere dedicación, que en este caso relaciono con la atención a las situaciones que me llevan a controlarme y con la comprensión de los contenidos que aparecen en dichas situaciones. Y ante todo el respeto y consciencia de las propias limitaciones; cultivar no es ensamblar piezas y tampoco funciona el esfuerzo de estirar los brotes para que crezcan más rápido. Y la mirada al cielo en espera de lluvia generosa.

Josep Devesa (2002)

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