A eso de las seis de la tarde con mi sobrino

Mi sobrino está preguntón: por qué esto, por qué lo otro. Todas y cada una de mis respuestas le parecen incompletas y son la simple lanzadera de su próxima pregunta. Cuando mi ánimo flaquea deslizo algún tema de su interés, (los Gormitis, los coches…) a la espera extraviar su atención.

Ayer, me preguntó de corrido, “¿por qué en estas revistas (de psicología y crecimiento personal) siempre salen fotos del mar, de lagos, columpios, embarcaderos, puestas de sol; y las señoras y señores son tan guapos y sonríen todo el rato?”. Me pilló desprevenido, es algo que nunca he entendido, pero improvisé “supongo que intentan transmitir que vivir puede ser maravilloso” Contraatacó: “¿pues por qué no salen coches?”. “Bueno, –contesté- salen bicicletas bonitas”. Quedó pensativo y continuó: “Pep, la gente que sale en esas revistas ¿existe de verdad?” Me armé de valor dispuesto a escatimar un algo de su inocencia “existen, pero están retocados”. Respondió que su madre también le tocaba… (momento confuso); “no, es otra cosa ¿Te has fijado que nunca tienen granos, ni arrugas, que su piel es lisa y su cuerpo perfecto? pues es porqué con un programa de ordenador -el photoshop- los manipulan y consiguen dejarlos de foto”. Al quite, dijo rápido “¿como cuando limpiamos la casa?”, “algo parecido, sí”. La cosa había llegado a un punto de comprensión. Y siguió: “¿y yo puedo retocarme con eso?”; “¿para qué?”; me explicó que si fuera más alto sería mejor futbolista. Vaya lio. Además, soltó: “y tú podrías quitarte la cicatriz de la cara”, no me esperaba ese ataque. “Oye tú” -empecé- me cortó con otro interrogante: “Pep, tú tienes un photoshop de esos en la consulta, ¿no?”. Yo me puse a la defensiva y le dije que en la consulta no quitaba granos ni modelaba cuerpos y algo más que no recuerdo. Contrariado, me contó que ya lo sabía, que se refería a uno para el alma. Toma ya. Aquí el oficio de tío adquiere otra dimensión. Con la excusa de un pipí, fui a sentarme en la taza del wáter a meditar. Volví al sofá donde seguía expectante y, con la voz más cariñosa de la que fui capaz, le contesté que no tenía photoshop para el alma; vi en sus ojos la decepción, me mantuve firme y, más suavemente, le anuncié que no existían. Y que todos tenemos cicatrices, granos, incluso celulitis en el alma. “¿Por qué es así?” inquirió.

Imaginé el alma como ese lugar simbólico (o no, quién sabe) donde el devenir va dejando trazos; donde confluyen los posos de experiencias y emociones; el lugar interno al que giramos la vista, cuando la confusión o el dolor nos atenaza, en busca de ayuda o un poco de claridad. Afortunadamente, pensé, ese lugar está lleno de heridas, es justo allí por donde se cuela la luz.
Estaba a punto de soltar mi sermón, cuando incrustó otra pregunta: “pero, si no tienes esa máquina, ¿qué haces?”. Me sentí sitiado, tenía dos cuestiones guardando turno, así que contesté rápido “intento acompañar a las personas cuando el dolor les apremia; o cuando se sienten confusas y no entienden cómo pueden sentir lo que sienten o pensar lo que piensan. A veces el desconsuelo nubla la vista y entonces uno se puede transformar en un conejo miedoso, un brujo malo, una roca dura, o quién sabe. ¿Y sabes? las muescas del cuerpo y el alma acostumbran a ser puntos de apoyo; hendiduras donde detenerse e intentar apreciar lo incomprensible. Tal vez, en el fondo, mi único trabajo es ayudar a dejar de lado el photoshop del alma para poder ver lo que hay de verdad, no lo que nos gustaría ver. Tú ya me entiendes, ¿no?”. “No… pero si fuera terapeuta tendría una máquina para que salieran guapos”, me espetó. Cambié de rol y pregunté “¿por qué?”, “porqué sí”. Enseguida dijo “otra cosa…”, aquí utilice la estrategia antes referida y le colé: “espera, a ti quién te gusta más ¿Hamilton o Alonso?” “Vettel, ¿y a ti?”. ¡Bingo!, volvió a funcionar.

Josep Devesa (2009)

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